domingo, octubre 29, 2006

NI BIEN VOLVI

Hemos sabido que, durante todos estos días, le han estado preguntando a nuestro repatriado y ciertamente ocioso colaborador qué tanto hace que no escribe su columna hace semanas. A continuación, su escueta y evasiva respuesta.

Ni bien volví lo primero que hice fue bromear con un oficial de Requisitorias, cuya oficina en el aeropuerto está decorada -alusivamente- con vistosos afiches turísticos que promueven el más inquietante destino: Canadá.

Atrapar al vuelo un celular que alguien me lanzó por la ventana del carro para poder comunicarse conmigo.

Convertir en súbita pascana una chicharronería del jirón Dante con tal de aquietar la estampida periodística, evitando así una nueva tragedia Lady Di, pero en Sullorqui.

Recibir la avispada visita oficial del alcalde de ese distrito que, enterado de la abundancia de cámaras, se constituyó en el término de la distancia, o sea: al toquefá.

Subir y bajar de la vía expresa perseguido infinitamente por dos motos-liebre de Barranco al Sheraton y viceversa hasta que se le acabe toda la gasolina a una y a la otra la detenga una tombita por ponerse a circular por el zanjón.

Organizar un operativo relámpago para alejar a mis viejos de las cámaras y poder ir encubierto a saludarlos como doce horas después de haber llegado.

Encontrar que ahora resulta que tomar pisco es lo más cool del planeta siendo que nadie le daba la más mínima bola cuando me fui.

Descubrir el pisco sour de maracuyá, el anticucho de calamares, la causa a la parrilla, el risotto de conchas negras y el sandwich de lomo saltado y palta.

Adorar ciegamente el pan francés caliente del desayuno. Engordar ocho kilos en tres semanas a causa de la interminable tragazón de bienvenida.

Proponerme visitar mañana sin falta al doctor Pun. (Postergarlo otra vez para pasado.) Sorprenderme de que existan alquileres de doscientos dólares en Miraflores, flores en el Parque Universitario, geniales polos con frases de parachoques de interprovincial y saltimbanquis émulos de Los Ángeles de Arena en absolutamente todos los semáforos.

Querer siempre apretar el botoncito para que cambie la luz y recién poder cruzar la calle. Desorientarme con frecuencia, confundiendo la vía expresa de Javier Prado con la de Grau que, al igual que la Biblioteca Nacional de San Borja o la torre inclinada de Interbank, tampoco existían cuando me fui.

Volverme bastante loco con el ruido impune de los cláxones, con el surtido buffet de tumores gigantes, atropellados, linchados y destripados que ofrece sin falta el menú de todos los noticieros y con la majestuosa cordillera de basura que atraviesa -de un extremo al otro- La Victoria.

Extrañar malamente la camioneta Santa Fe que me comí con tuco tallarini. Agradecer la imposible baratura de los taxis.

Preguntar como un idiota qué cosa es Tottus, quién es Camote, qué cosa es Brahma, quién es Jason Day, qué cosa es Claro, quién es Ezio Neyra, qué cosa es T'anta, quién es Luciana León, qué cosa es Plus TV, quién es Karina Borrero, qué cosa es Wayra Perú, quién es Aldo Miyashiro, qué cosa es Vivanda. Insistir en dejar el 15% de propina en los restaurantes, generando airados reclamos de mis amigos o, peor aún, querer darles propina a los taxistas.

Conocer a Mayte, a Juan Carlos, a Mauricio y a Rosanna, cuatro queridos amigos-internet que no conocía en persona y a los que he abrazado como si no los hubiera visto en muchísimos años (treintiocho, en total). Visitar por primera vez la redacción de Perú.21.

Mandar a la lavandería todos los ternos mohosos que me esperaron cuatro años en el clóset y ponérmelos solo para comparecer ante la justicia anticorrupción y recibir así los memorables silbiditos -no necesariamente galantes- de los huéspedes de San Jorge que chonguean por entre las rejas.

Terminar de leer el conmovedor diario de Constantino Carvalllo, mientras espero que se inicien las sesiones.

Esquivar las merecidas miradas de odio letal que, de rato en rato, me lanza César Almeyda, concentrándome en sus zapatos de charol sin poder evitar sentir un poquito de la pena o solidaridad gremial que me producen siempre todos los traicionados.

Escuchar la voz de un policía que, por la radio, ordena: "Dígale al detenido que tenga la bondad de guardar la compostura necesaria" y demorarme varios minutos en caer en la cuenta de que el detenido al que se refieren soy yo, que me he parado faltosamente recostado en la barandita.

Demorarme todavía más en descifrar el venerable idioma judicial, que es tan exquisito que hay que referirse a los hechos que se juzgan como 'los justiciables', que más parece el nombre de una nueva banda de asaltantes. (Y para decir: "Explique por qué esa prueba es importante" es menester exclamar: "Oralice usted la pertinencia y el aporte.")

Amistarme con el personaje más complejo de toda mi mitología personal: El General. Aparecer bromeando con César Hildebrandt en la Revista Magaly TV.

Haber vencido todas mis resistencias y perdido, de paso, un par de amigos asistiendo tranquilito al programa del mismo nombre, modesta hazaña solo comparable a la de haberme trepado a la montaña rusa de Universal Studios, por encima del absoluto pavor que me generan todas las montañas rusas sin excepción.

Ser rápida y honrosamente tentado por la revista Belleza y Estilo del meteórico estilista Marco Antonio. Enterarme casualmente y justo a tiempo de la segunda orden de captura que se dictó en mi contra el 16 de octubre y ahorrarme, de milagro, un nuevo papelón.

Recibir el airado reclamo de un joven colega que me acusó de haberle mentido con descaro a Jaime Bayly cuando le dije que no me enamoré de nadie en Estados Unidos.

Contabilizar -durante las dos horas que duró el chat de Perú.com- las bromas homotemáticas de los cibernautas (47) y, durante los 25 días que llevo aquí, las veces en que mis eventuales interlocutores han necesitado, a estas alturas del partido, que confiese -de una vez por todas- cuál es mi verdadera orientación sexual (9).

Gastarme en llamadas a mis extrañados paisanos niuyorkos el doble de lo que me gastaba extrañando a los del Perú. Recibir de un silencioso y barbado cliente que hojeaba libros en Crisol un afectuoso wai o reverencia oriental con las manos juntas.

Ser detenido en los estudios de Canal Dos por una señora del público que quiere regalarme una caja de toffees La Ibérica, apapachado a teatro lleno por Pilar Brescia en la espléndida sala del ISIL y abordado en la Facultad de Letras de San Marcos por Miguel, un estudiante que me condecoró con una desmedida frase que, no obstante, me permitiría morirme tranquilo mañana mismo: gracias por escribir tan paja.

domingo, octubre 15, 2006

COMILONA EN LA MANSION VANDERBILT

Es una de las casas más impresionantes -y más caras- del Perú, y está en Manhattan. En 1973, aprovechando una auténtica ganga, el embajador Javier Pérez de Cuéllar nos la compró por la módica suma de 420 mil dólares, y si quisieran venderla ahora -cosa que nadie quiere-, su precio no bajaría de los doce millones.

Está signada con el número 45 de la calle 67 Este, entre las avenidas Madison y Park, a sólo un par de cuadras del Parque Central y en sus cinco distinguidos, afrancesados pisos vivió, en la década de los sesenta, la célebre Gloria Vanderbilt, diseñadora de modas, ícono de la sofisticación neoyorquina y madre del mejor aspectado de los conductores de CNN, Anderson Cooper.

Hoy la habita una pareja singular y también ilustre: el sorprendente Oswaldo de Rivero, embajador del Perú ante la ONU, y la impredecible Penélope, su chihuahua.

El sábado último, la sola presencia de don Raúl Vargas, providencial canciller de la jamancia, no presagiaba sino desmesuras. La gloriosa perspectiva de una causa de langosta hizo el milagro de que una docena entera de peruanos errantes -y muchos de ellos desconocidos entre sí- fuera convocada urgentemente a la residencia del embajador.

El único pronóstico posible para aquella pluviosa tarde que bañaba de suave melancolía los imponentes ventanales de la mansión era, ciertamente, el del ágape deleitoso, el fluir incesante del gran tinto, la tertulia infinita, en suma, la cuchipanda.

Era el almuerzo de la buena suerte, había que hacer fuerza mental conjunta para que el lunes nos llovieran los votos de modo tal que el Perú ganara en algo alguna vez y fuera electo miembro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, cosa que -como se sabe- efectivamente ocurrió gracias a la gestión tesonera de diplomáticos tenaces y muy bien papeados como nuestros créditos Rolando Ruiz Rosas y Miguel Barreto pero, sobre todo -sería mezquino negarlo a estas alturas- gracias a las propiedades vivificantes y vasodilatadoras del chupín de cangrejos que se administró la misión peruana antes del partido decisivo.

"Es para que Penny me tenga a su altura" -explicó el embajador De Rivero al ser preguntado sobre las razones que lo llevaban a permanecer echado boca arriba en el piso del salón rojo mientras su hiperkinética perrita le mordisqueaba tiernamente la nariz-, "su psicólogo me ha dicho que es lógico que ella se toque de nervios cuando se le acercan.

A ver, dime: ¿cómo te pondrías tú si te tratara de acariciar Godzilla?". Cuando, movido por la exigencia social, nuestro hombre en la ONU se ve obligado, de rato en rato, a levantarse del suelo y volver a ponerse vertical, ha de llevar siempre en el bolsillo una pistolita de agua con la que -cada vez que se presente un cuadro de ansiedad canina- dispara unos esporádicos pero certeros chorritos que ejercen un efecto calmante sobre la temperamental Penélope.

Pero no los lleve esta curiosa anécdota a ningún equívoco; la mayor excentricidad de don Oswaldo es el vicio solitario de la escritura. Su libro El mito del Desarrollo ya ha sido traducido a cinco idiomas, japonés incluido. Por si acaso.

"De la pitri mitri", respondió Blanca Rosa Vílchez, de Univisión, cuando Pedro Olaechea, de Tacama, le pidió su opinión -de lideresa- acerca de la textura y del aroma de su Blanco de Blancos. Pero, cuando el historiador del Community College of New York, José Luis Rénique -feliz esposo de la arriba mencionada-, detectó hábilmente la presencia de la citada bebida espirituosa en el aliño del asado, la expresión del prestigioso empresario vitivinícola no fue precisamente de complacencia.

"Detesto que me presenten como la hija de... y la ex de..." -protestó, reivindicando su justo derecho al anonimato, la enigmática Marta Núñez, orgullosa hija del genial muralista arequipeño Teodoro Núñez Ureta y ex de Lúcar, que pasó de inmediato a dar cátedra artística sobre el hermoso trabajo de patchwork (o "arpillera", según el no menos enterado fotógrafo Jorge Sarmiento), que cubre íntegramente las paredes y el techo de la espléndida habitación de huéspedes, para luego disertar sobre las claras influencias de Paul Gauguin y Henri Rousseau en las selvas naif que adornan los muros del baño del segundo piso, cuyo original W.C. está íntegramente enchapado en madera y en cuya antediluviana bañera con patitas de león se suicidó de un pistoletazo el abuelo Vanderbilt, que todas las madrugadas regresa de ultratumba a penar por los pasillos del sótano, sobresaltando a su solitario morador, el perturbado Rubén, fiel mayordomo chumbivilcano.

lunes, octubre 09, 2006

GRACIAS, MUCHACHOS

Hago un recuento de la ansiedad que sentí desde que partí de Estados Unidos hasta que arribé al aeropuerto Jorge Chávez.

Detectando la presencia de un objeto sospechoso en la pantalla de rayos X del aeropuerto de Miami, el inspector con los guantes quirúrgicos de jebe abre mi maletita carry-on y, en cumplimiento de las nuevas normas de seguridad aérea, me despoja del enorme y nuevecito pomo de Egoiste -mi perfume de la suerte- y lo bota al tacho con desdén al promediar las 11 de la noche del pasado 3. Tal atropello me parece un pésimo presagio que me emputa. Maldigo entre dientes, me araño, chesumadreo.

Mientras me recupero de tan grave revés moral, los aguerridos coleguitas Mabel Huertas y Johnny Sánchez Sierra -con las casaquillas del 9 y del 2, respectivamente- intercambian furtivas miradas de diplomático rencor. "¿Estás seguro de lo que estás haciendo?" -me pregunta, juguetona, la aeromoza del vuelo 2111 de American Airlines al recibir de mis manos el I-94, cartoncito que me acredita como lo que estoy a punto de dejar de ser dentro de tres segundos: un asilado político en gringolandia, mon amour.

"Pa'trás ni pa' coger impulso" -respondo apelando al estilacho que aprendí una vez de cierto quimboso cuerito quisqueyano y, acto seguido, pongo legendariamente el zapato rojiblanco en el avión y voy -camino de Amancaes con aquel mi paso peruano- hasta el muy económico asiento que me ha tocado en suerte y que, por supuesto, está en la fila del medio y, por si fuera poco, en puerta de emergencia, así que -bingo- no es reclinable. Habrá que permanecer en posición de firmes durante las siguientes cinco horas que van a parecer diez.

La tensión de los últimos días hace que la espalda duela cual si un jodido ejército de cangrejos se me hubieran prendido a todo lo largo de la columna, a razón de uno por vértebra.

Pero la deliciosa expectativa que precede a los grandes acontecimientos me burbujea en la panza confundiéndose con el New York Sirloin Steak de brontosaurio con el que un amigo providencial tuvo el buen gusto de portarse a guisa de última cena en el Morton's de Brickell Avenue, mientras se complacía recordándome:

"Saboréatelo bien porque en San Jorge no los preparan iguales". Alrededor de las doce de la noche (lo cual significa a las once y cincuenta o a las doce y diez o a cualquier hora), nuestro tantas veces pospuesto aeroplano finalmente decoló, regalándonos una majestuosa vista de edificios resplandecientes que automáticamente produjo en el bobo bovino ese cóctel de tristeza con nostalgia que los brasileños llaman saudade y los poetas, melancolía.

Van dos horazas de vuelo, a duras penas. Todo duerme en derredor. Y la odiosa certeza de ser el único pasajero insomne en todo el avión me llena de envidia.

"Ya dormiré en la carceleta" -me (des)consuelo. Muy de rato en rato, algún connacional sobrepara en su camino al ñoba y se da tiempo para palmotearme el hombro y desearme suerte o susurrarme con todo cariño lo mal que debo andar de la cabeza por haber decidido regresar.

Intento seguir el hilo de la película que se multiplica en monitores retráctiles a todo lo largo del pasillo, pero no encuentro los audífonos: parece que es una de negritos que vencen la adversidad y ganan un match de ortografía, pero no escucho las palabras que les dictan, así que no entiendo mucho de qué va.

La ansiedad continúa in crescendo y no es precisamente la de Nat King Cole. El aire acondicionado o el polvillo de la frazada o el caramelo superácido que chupo o las tres cosas juntas desencadenan mi consabida alergia emotiva: las fosas nasales quedan taponadas con cemento y la garganta pica y no hay manera de dejar de estornudar.

El capitán comunica a su dormida audiencia por el altavoz que sobrevolamos no sé qué zona de Cuba, Panamá o Colombia a una velocidad tal y una altitud cual. Bueno saberlo. Quiero leer algo pero no tuve cabeza de traer nada, no tengo qué.

Me pudro de mirar las fotitos del catálogo del bazar de a bordo y los detallados planos de aeropuertos del mundo que incluye la revista de la aerolínea.

Ya en el clímax del tedio me pongo a inspeccionar el contenido de mi sufrida billetera y encuentro el papelito que me vino en la galletita de la fortuna de mi último delivery oriental: You will pass a difficult test that will make you happier.

Pasarás una difícil prueba (¿otra?) que te va a hacer más feliz (¿más?). "Buenos días, señor Ortiz. Bienvenido al Perú" -me saludan, enternados y sonrientes, los educadísimos caballeros de Requisitorias que me están esperando a la salida del avión, al final de la insospechada manga que me impide arrodillarme, como corresponde, a besar el asfalto bendito de este Jorge Chávez con aires de Schiphol, Amsterdam.

Son las cuatro de la mañana con veinte minutos en Radio Felicidad y la canción de mi vida es Regresa.

Los amigos policías tienen la enorme gentileza de no hacer uso de las reglamentarias esposas y, mientras caminamos hacia Migraciones, me preguntan qué tal se vive por allá, cuánto se gana como mozo o cocinero y se sorprenden cuando les cuento que veinticinco cocos por hora y, a veces, hasta cuarenta.

Algunos pasos más allá, luciendo sus fotochecks de la Defensoría del Pueblo, me esperan don Mario Razzeto, el mismo profe que hace 20 años me enseñó a escribir mi primera noticia sobre papel bulky, y la doctora Imelda Tumialán, respetada ex fiscal que parece conocer el nombre de todos y cada uno de los integrantes de la Policía Nacional y a quien Beatriz Merino ha encomendado monitorear mi caso como quien nos devuelve al seno del pueblo, es decir, al status que creíamos perdido.

Mi causa Martín me acaba de dejar su celular limeño, por si las moscas, no sin antes llevarse consigo todas mis maletas. Llamo de inmediato a Jorge Castro, mi madrugador abogado y le pregunto si la prensa está allí afuera y me dice que por supuesto, que allí está absolutamente toda.

Ya no me pasa "lo de antes" al escuchar eso. No percibo aquella vieja excitación. Me siento sí, en cambio, aliviado, inmerecidamente protegido por una cantidad de gente a la que no le debo haber dedicado nunca ni medio adjetivo amable.

Mis presuntos enemigos mortales han enviado, una vez más, todo el grueso de su artillería, pero ahora vienen -qué cosa extraordinaria- en mi defensa. Todas las cámaras, todas las grabadoras, todos los micrófonos están allí.

Los de Cecilia Valenzuela, los de César Hildebrandt, los de Eduardo Guzmán, los de Magaly Medina. ¿Los de quién? Oíste bien, chavón, oíste bien. Mira y aprende. La razón es una solita: lo que le ocurre a un periodista, nos ocurre a todos.

Gracias, muchachos. Mientras me trasladaban detenido hacia la Cuarta Sala Penal Especial en una camioneta con lunas polarizadas y contemplaba el maravilloso caos de las combis por la avenida Faucett tuve la sensación, no de que volvía, sino de que, en realidad, jamás me había ido de aquí.

Parecerá raro pero es exactamente así como se los cuento. Como bien dice Páez, el Fito: Cuando me fui, no me alejé.

sábado, octubre 07, 2006

PELIGRO : PERIODISTAS

Dos coartadas tiene el chakanato para tratar de hacerle creer al mundo que el Perú es "fiel respetuoso de la libertad de expresión". La primera -su favorita- es compararse con los galifardos anteriores.Así cualquiera.

Todos somos flacos si nos comparamos con Porcel. La segunda es alegar que al gobierno -pobrecito- se le da con palo y que -en toda la historia- a ningún otro presidente se le ha dado tan duro, cosa que quizás se deba a que ninguno había logrado pulverizar tantos récords en su imparable producción de chongo político de la peor estofa.

Pero ahora, a la luz de todo lo ocurrido y ya en las postrimerías del gran papelón, se yergue como un Palacio (de Justicia) una verdad monolítica, imposible de solapear: el Poder Judicial peruano se ha convertido en un temible, avasallador instrumento de presión y de amenaza contra los periodistas incómodos para el régimen. Es quizá lo único en que sí se muestra de lo más expeditivo, agilito y eficaz.

"La prensa peruana, por lo general, es considerada libre, sin embargo, algunos periodistas son blanco de amenazas legales y de juicios" -dice Steven Levitsky, catedrático de política latinoamericana en el Departamento de Gobierno de Harvard University-. "De hecho, hay razones para que determinados periodistas se sientan en serio riesgo de perder su libertad en el Perú. La más importante de estas es que sus instituciones políticas y, muy en particular, sus instituciones judiciales son muy débiles y altamente susceptibles a la corrupción y a la presión gubernamental".

Cómo será de aparatosa la corrupción de hoy que hasta el propio Walter Vásquez Vejarano, presidente del Poder Judicial -en entrevista con El Comercio el pasado 5- ha tenido que tragarse el sapo en público y admitirla: "Algunos jueces, por debilidad ética, incurren en actos de corrupción, no lo niego. La corrupción se da, pero estamos procesando a los corruptos. Quizá nos falte ser más drásticos." Y a nosotros, los periodistas, también.

Nos falta ser más drásticos a la hora de cerrar filas cada vez que otro Mufarech, otro Pollack, otro Olivera o cualquier otro matoncete de similar calaña vuelve a utilizar al condenado Poder Judicial como si fuera una uzi para encañonarnos. Para convertir, sobre el pucho, a los denunciantes en culpables, que es la creacioncita con la que nos salen cada vez que hay que taparnos la boca otra vez.

Lindo sería que, por lo menos, nos defendiéramos entre nosotros -aunque sea- cuando el poder ataca. Pero ya se sabe que -salvo raras excepciones- esperar solidaridades entre periodistas peruanos equivale a esperar que por Navidad nos caiga nieve en el Cercado.

En estos días más bien aciagos, las alertas -cada vez más frecuentes- del Instituto Prensa y Sociedad (IPYS) se han convertido, prácticamente, en el único recurso que tenemos los periodistas para protestar y protegernos cada vez que la aplanadora de los juicios oficiales vuelve a embestir con toda la potencia de sus sobrecogedores engranajes.

Pero, cuidado, tampoco se trata de defender a rajatabla -por ignorancia o exagerado espíritu de cuerpo- al primer hampón que logra trasladar su foto de los archivos policiales a un carnet de periódico (ver recuadro). Más vale investigar primero y no comprometerse a ciegas cuando existen antecedentes ante los cuales no se puede silbar y mirar al techo.

Si Álvaro Vargas Llosa regresara mañana al Perú y -empapelado como está por la Corte Suprema tras haber escrito contra el primer amigo de la nación- fuera llevado del Jorge Chávez a San Jorge, segurito que habría colegas que lo celebrarían a grandes titulares en sus portadas ("Ya fuiste, Alvarito!").

Si en vez de pucallpino hubiera sido limeño el periodista Alberto Rivera Fernández, asesinado brutalmente el 21 de abril del año pasado por sicarios contratados por Luis Valdez, alcalde de Coronel Portillo, ya se habría ensayado por lo menos algún mínimo amago de investigación y el presunto autor intelectual no estaría -como está- chino de risa, haciendo turismo en el exterior.

Una tragedia que este Perú que la pega tan bien de democrático vuelva a convertirse -gracias a los intocables de siempre- en un país peligroso para el periodismo: la Organización Reporteros Sin Fronteras, en su más reciente clasificación mundial de la libertad de prensa, acaba de señalar que "los actos de violencia contra algunos periodistas alcanzan proporciones vertiginosas: más de una treintena de casos y sesenta si añadimos las amenazas y los intentos de intimidación".

Hay que agradecer que el documento no se haya referido a la violencia entre periodistas que en los últimos días ha alcanzado niveles de auténtico frenesí. Qué más se querrán los Mufas, los Pollacks, los Oliveras. Y los Pachecos, ¿dónde los dejan? Y los Genaros, claro.

Y las Eliannes. Sí, pues, ¿no?, cómo friega admitirlo, pero lo cierto es que de un tiempo a esta parte -perdonen la tristeza- formar parte del gremio periodístico nacional no constituye precisamente un orgullo. Ni siquiera un desafío. Tampoco una suerte. Mucho menos, un honor.

miércoles, octubre 04, 2006

COMO ESCRIBIR MALDITO

No tengo idea de qué cosas haya que hacer para ser un escritor de prestigio, o para que te traduzcan al holandés, o para ganar premios literarios, o para parir sin descanso sucesivas camadas de best-sellers internacionales, o para que te apadrine Vargas Llosa (aunque he estado más que tentado de pedirle el secretito a doña Gise).

De lo que sí poseo algunas pistas es de cómo hay que hacer para escribir bonito. Cualquier hijo de vecino puede. Aquí, los diez mandamientos. Más papaya, ni aprender inyectables.1. Vive triste. Es menester derramar ríos de lágrimas mientras se escribe.

Se requiere haberse abierto alguna vena con gillette y albergar, bajo la ropa, una que otra cicatriz de la pobreza. Cualquier pobreza: la de valores, la de criterio, la de espíritu, cualquiera. Pobreza obliga. Los escritores somos hijos naturales del maltrato.

Caminamos sobre cocodrilos. Sacamos a pasear delante de todos el perro negro de la desesperación. Buscando la palabra justa escarbamos en la tierra con las manos hasta que nos sangran.

Y ni con esas. Nos lanzamos de cabeza por el despeñadero, nos descacanamos contra las piedras hasta quedar hechos jirones y todo con tal de conseguir rastrear nuestros invisibles signos interiores de riqueza.

2. Sufre como negro, como cholo o como chino. A las pruebas me remito: cuando estoy jodido y derrotado y sombrío y, sobre todo, misionero, necesitando a gritos el chequecillo que habrán de darme a cambio de este kilo y medio de palabritas chocolateadas, escribo de lo lindo, olvídense, a más y mejor.

Cuando estoy contento y ganador y radiante y, sobre todo, billetón y el mundo se me acolcha como un edredón de plumas y la vida se me convierte en una elegante revista de decoración de interiores, no escribo nada o, peor: escribo como escribiría un decorador de interiores.

Ahora, claro, si me dan a escoger entre vivir mal escribiendo bien y vivir bien escribiendo mal, no hay nada que pensar: elijo lo segundo pero, veamos: ¿el lujo o el horror? Mucho me temo que nadie te va a poner jamás en semejante encrucijada.

Además, pareciera que para ser buen escritor hay que ser, al mismo tiempo, jovial y dicharachero, en suma: un cague de la risa. Nunca voy a olvidar que el día en que, ahíto de emoción libresca, quise conocer al literato Echenique, me tuve que pasar horas escuchándolo cantar sevillanas recontrahuasquita y con aquel insufrible acento españolado. Y llamar "¡Mechó!" a su analfabetísimo editor que ni siquiera se llama Melchor. Quiero creer que aquel ser, en el fondo, también sufría.

3. Lee. O para decirlo con el énfasis indispensable: Lee, mierda. Lee o muérete. Para llegar a cocinar rico hay que comer. Para escribir rico hay que leer. Aunque leer enfermizamente a John Cheever o Paul Bowles mientras escribes te convertirá en su peor imitador antes de que logres llegarles siquiera al hongo de la uña.

Lee mucho, pero no demasiado. Cuidado. Todo lo que uno lee, tarde o temprano, fermenta y, eventualmente, se pudre y apesta. Se convierte en el prodigioso guano que abonará tu espíritu hasta hacer florecer, de mil colores, la energía creativa. La que uses quizás engendre la maravilla. O quizás no. La que no uses se acumulará peligrosamente y, llegado el momento, costará vidas. Comenzando por la tuya.

4. Colecciona palabras como si fueran figuritas Navarrete. (Y las repetidas, cámbialas por otras nuevas). Las historias sobran, lo que falta son palabras. De García Márquez aprendí una sola: estragado. Otra de Hernández: feérica. Cochambroso y pelandruja son dos que le debo a Pedro Juan Gutiérrez. A Guido Monteverde: marlonbrandeado.

Y a Quino, una perturbadora exclamación que casi suena a desafío: ¡Mecacho! Pero tampoco te me pulas demasiado, no quieras laurearte porque te encebollas. Escribe fácil que es más difícil que escribir difícil. Esos autores eruditos y afectados que dan la impresión de escribir con pluma de ganso y blusón de bobos, me repelen.

Si has de usar una exquisitez que nadie entienda, barnízala de llonja, vacúnala de vulgaridad. Ejemplo: «Espero, anhelante, la llegada del estío» es una frase ridículamente pretenciosa. En cambio: «Espero, anhelante, la llegada del puto estío» es mucho mejor. ¿Vieron qué fácil? Repito por si no se me entendió: colecciona historias que las palabras sobran.

Apúntalo todo maniáticamente. En tu libretita nomás. En tu block Loro. O en tu organizador electrónico de vidas o blackberry. Empapela todo de post-its a lo Michael Moore. Anota eslóganes de publicidad de zapatillas, frases sueltas que escuchas en el bus o en la tele o en el cine, noticias estúpidas, citas citables. Recorta todo, guarda todo, sé cachivachero: una vez a la entrada del tren en Nueva Jersey me dieron una tarjetita con la foto de una hembraza en topless y una leyenda que decía: Artículos para el Hogar. Importación directa de Ecuador, Colombia y Perú. Llámenos. ¡Qué exquisitez, qué sutileza de lenguaje! El que escribió eso tiene que ser un genio.

5. Escribe lo que te incomode, lo que te aterre, lo que te dé mucha vergüenza, lo que te vuelva más vulnerable, lo que te mande preso. Tarde o temprano la lengua encuentra la muela que más duele. Síguele la pista, pues.

Ve a donde tu dolor de muela te lleve. Sácate las historias de encima, una por una, como quien se arranca garrapatas. Escribir es comenzar a existir: hacerse visible, ponerse de pie en un salón donde todos los demás cabros quieren pasar piola y se van a quedar siempre sentados. Escribir es ponerse a tiro y esperar lo peor, en consecuencia: bolsas de pichi, plastilitros, pollos, cáscaras.

Qué chucha. Agarra y sé lo más imperfecto que puedas. La gente perfecta, linda y feliz no puede escribir porque fuera de sus jacarandosas veleidades de jet-setter nunca tendrá nada mínimamente intenso que contar.

Tus caídas me interesan más que tus momentos kodak, chocherita. La gente perfecta, linda y feliz debería escribir libros de autoayuda para que otras personas puedan también ser perfectas, lindas y felices, pero no lo hacen porque no quieren competencia.

6. Escribe de 8 a 12 religiosamente. Y haz un break a las 10:25 para tomarte un tecito con biscotelas. Pero ¿qué disfuerzos son esos? Ni que la escritura fuera una cita con tu manicurista y pudiera convertirse en un ítem más de tu recargada agenda. Huevonadas. Escribe siempre a tiempo incompleto. No se escribe cuando uno buenamente quiere o puede, se escribe cuando no queda más remedio.

No se escribe como se va a sacar plata al cajero y luego a Wong o como quien riega los helechos. Tampoco como quien vierte un sobre de chicha instantánea en una jarra de agua y listo, ya está. Se escribe como quien destila aguardiente, más bien: lenta, exasperantemente. No te dediques a eso por entero, por favor, porque escribir, en realidad, es tremendo dolor de culo.

Literalmente. Te duele la espalda, te duele el cuello, te duele la cabeza, te duele el Perú y te duelen Darfur, Rwanda, Mozambique y Etiopía pero sobre todo te duele el culo. Y por mucho que te quieran convencer de lo contrario, lo cierto es que eso nadie lo disfruta. Si me vas a creer solamente una vez en mi vida, créeme en esta.

7. Escucha música sin letra. Una vez, como quien saca al mercado el champú al huevo con que se lava esa cabeza de la que, a veces, salen cosas geniales, Almodóvar sacó Viva la tristeza, un disco con las canciones desgarradoras que escuchaba mientras escribía el guion de Hable con ella. Me maté escuchándolo semanas enteras pero fue inútil.

No pude escribir ni michi. Ni una sola línea de diálogo decente para una película de Cartucho Fortunic.

No descartes, sin embargo, la música con letra. Especialmente los valsecitos despechados: ¡qué vale más, yo niño y tú, orgullosa! ¡Qué vale más tu débil hermosura! ¡Piensa bien que en el fondo de la fosa, llevaremos la misma sepultura! (Eso estoy escuchando yo ahorita, mientras les escribo -así, así- esta bonita pieza, sin duda, inmortal).

8. Pon el aire acondicionado a 73 grados Fahrenheit. Apertréchate de agüita mineral Perrier, nueces y frutas secas, power bars. Asegúrate de tener una lap Mac de color blanco igualita a la que usa Fuguet. Manda a callar a todos. Procúrate un silencio monacal o, en su defecto, cantos gregorianos. ¡Pelotudeces! El que quiere escribir, agarra y escribe.

Con lo que haya: ametrallando una máquina Remington Rand de comisaría o puesto de vigilancia fronterizo, o escribe con lápiz sobre el reverso de una etiqueta de chocolate triángulo o en computadoras vetustas que ni siquiera tienen word porque sus dueños -Dios le da el procesador al que no tiene las palabras- solo las usan para jugar Zelda o citarse en Internet con otros gourmets de la coprofagia.

He escrito en cabinas y bibliotecas públicas en las que apenas si he alcanzado a completar un par de párrafos antes del deadline: el instante en que expira mi turno de una hora. Sin ir muy lejos, en este instante escribo con el teclado sobre las piernas, la espalda apoyada en la pared y el monitor en el piso porque en este cuartito del barrio de Astoria, Queens no hay mesa ni silla. Normal. Si no hay pretextos para dejar de escribir, mucho menos los hay para darse el lujo de escribir feo. Aquí lo que importa -por si acaso- no es el piano, es el pianista.

9. Déjate llevar por todas las distracciones. Si hay que optar por la página o el polvo, elige el polvo. Siempre. De lo contrario, llegará el día en que tendrás todo el tiempo del mundo para escribir pero no tendrás de qué. Contra lujuria, templanza. Contra soberbia, humildad. Contra pereza, diligencia -nos hacía repetir en el colegio un profesor de religión que no era más marica porque no ensayaba-. Propongo la siguiente modificación en el syllabus: Contra razón, pasión. Contra prudencia, crudeza. Contra lógica, delirio. Contra decencia, demencia.

10. No pienses. Y, en la medida de lo posible, cállate la boca. Y deja que el que hable sea el alien que, tarde o temprano, crecerá y te pondrá a escribir sus dictados infernales hasta el punto en que llegarás a convertirte en su obediente secretaria, en su taqui-meca. Los dos deditos con que escribes -o los cuatro- danzarán arrechísimos y enloquecidos al caprichoso son que el alien les toque.

Cuando levantes la mirada hacia la pantalla y, presa de pánico, leas lo que acabas de escribir, te preguntarás: "Pero... de dónde salió esta mierda tan excelsa, Dios mío, Jesucristo?, ¿yo escribí eso?" Es que escribir es el único modo que nos queda para rezar o maldecir. Los escritores no saben que saben lo que saben hasta que lo escriben. Nunca sabrás qué diablos tienes dentro hasta que vayas al quiosco, compres tu periódico y te leas.

lunes, octubre 02, 2006

EXTRAÑOS EN EL TREN

El muchacho con traza de guerrero nubio era tan alto que tuvo que agacharse levemente para subir al metro sin golpearse la cabeza en el dintel. Su estampa era estilizada e imponente y a pesar de lo renegrido de sus ropas de pordiosero, exudaba aún ese raro brillo del que, en otra vida, había sido un rey.
Su olor a tierra de monte empapada por la lluvia iba formando en torno suyo un aura de fabulosa irrealidad, mientras que, en sus ojos feroces, chisporroteaban, intermitentes, los tenues resabios de la majestuosidad perdida:

-Buenas noches, damas y caballeros -exclamó dejando retumbar su voz vibrante y cavernosa hasta el último asiento del vagón-. Buenas noches, repito. ¿Pueden verme?

Ni uno solo de los pasajeros se inmutó. En Nueva York, la gente parece desarrollar una especial habilidad para quitarle el cuerpo a la miseria ajena y aprende a evadir con éxito la menor agresión del dolor de los otros con la misma graciosa agilidad con que, por la calle, se esquiva una rata.

-¿Pueden verme? Respóndanme, señores, si son tan amables. ¿Pueden verme?

Nadie contestó. Pero una anciana japonesa levantó los ojillos del periódico indescifrable que leía para mirar al vagabundo con desdén, un par de guapas cubanas, muy bullangueras y laberintosas, dejaron súbitamente de chismorrear, un corredor de bolsa de Dow Jones metió la mano en el bolsillo de su sobretodo para apretar pausa en los controles de su i-pod en el que escuchaba una sinfonía electrónica de Tiesto, una escuálida rubia guardó en su bolsa de Whole Foods el envase descartable con la ensalada de alfalfa orgánica que estaba comiendo y un señor de sombrero bombín y barba cana cerró en la página 84 el ejemplar de -La Cena Secreta- que tenía entre sus manos. Algún tipo de poder secreto debía poseer aquel gigante entristecido para haber logrado la proeza de captar para sí la atención de los que -de lejos- debían ser los seres más indiferentes del planeta.

-Últimamente he comenzado a creer que estoy volviéndome invisible. Es por eso que quiero que me lo digan. Señores, ¿pueden verme? Por lo que Dios más quiera, que alguien me lo diga. ¿Soy invisible, señora? ¿Soy invisible? Sólo quiero estar seguro de que no lo soy.

-No lo eres. Tranquilo. Yo te veo -le dijo en su inglés imperfecto una mujer de cejas tupidas y larga nariz que debía ser una refugiada iraní, a juzgar por los negros mantos que la envolvían.

-¿Y qué es exactamente lo que ve? -volvió a preguntar el mendigo, sonriendo apenas con la mirada algo vidriosa, maravillado de que, por fin, alguien le hubiera respondido-. Dígame: ¿qué es lo que ve?
-Veo a un hombre que parece tener algo tremendamente urgente que decir.

-Quiere decir entonces que no son solo ideas mías. Quiere decir que estoy aquí. Esa es la noticia que he venido a hacerles esta tarde. Existo, señores. ¿Qué les parece? Respiro. Siento. Vivo igual que ustedes. Sufro, pienso, extraño, anhelo. Lloro y río. Amo y odio. Recuerdo y olvido. Y, si me cortan con un cuchillo, me brota una sangre que es salada y tibia y roja, exactamente igual a la de ustedes. ¿Pueden verme ahora?

-Sí - respondieron, lánguidos, dos que tres.

-No los oigo, ¿pueden verme?- volvió a preguntar.

-Sííí - exclamaron a coro, casi todos, como si fueran niños respondiéndole al payaso que pregunta si quieren jugar.

-Nací de una mujer como ustedes y, como ustedes, tiemblo cuando tengo que pasar la noche a la intemperie en el invierno, mis tripas rugen como leones enfurecidos cuando paso demasiado tiempo sin comer, la saliva se convierte en ceniza dentro de mi boca cuando el agua me falta y sueño que todos mis muertos están vivos cuando duermo. Díganme entonces, por favor: ¿Qué es lo que me falta para ser igual a ustedes?
Todos guardaron un incómodo silencio tan solo alterado por el pregón sordo y metálico del subway: This is forty-second street. Please stand off the closing doors.

-¿Qué necesito para ser como ustedes? -preguntó el vagabundo-. ¿Qué me falta? Quiero saber.
-Tal vez solo necesites una buena pizza - dijo, por fin, la llamativa mujer que, con su apabullante obesidad, ocupaba dos asientos en lugar de uno y que, con gran afán, le entregó la caja que llevaba sobre sus piernas elefantinas. El gesto -que desencadenó risitas de simpatía- era un desafío directo al odioso letrero que prohibía, en varias lenguas, dar limosnas en los trenes del mismo modo en que no se permite alimentar a las ardillas en los parques.

-Gracias, hermosa -dijo, contento, sin dejar de abrazarse a su regalo-. ¿Alguna otra persona que quiera compartir conmigo? Cualquier cosa. Cualquier cosa que me haga parecerme a ustedes. Cualquier cosa que me quieran dar, menos dinero.

Sin saber muy bien si aplaudir o no, el hombre del sombrerito bombín se puso, pesadamente, de pie al llegar a la estación de Union Square, se quitó el abrigo marinero de paño azul y, empinándose un poco, lo acomodó sobre los altos hombros de aquel gran actor. Como si lo que acababa de hacer fuera una fechoría, se bajó del tren a trompicones, como si fuera un carterista. Antes de que las puertas se cerraran tras él, alcanzó a escuchar que el menesteroso le decía:

-Se va a resfriar, señor. Además... soy extra-large.

Por un instante estuvo tentado de voltear pero no lo hizo. Subió las gradas y emergió a la superficie con lo que, a todas luces, era una sonrisa. La violencia de ese viento helado que le adormecía las orejas pareció despabilarlo y casi podría decirse que lo puso de buen humor.