EL PORQUÉ DE LAS COSAS
En la isla de Vancouver -cuenta el escritor Eduardo Galeano-, los indios celebraban torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón, y desde un alto promontorio echaban al mar sus mantas y sus vasijas. Vencía aquel que se despojaba de todo.
Lo único que me falta en esta vida es una licuadora. He comprado siete licuadoras en los últimos cuatro años. Pueden parecer demasiadas licuadoras para tan poco tiempo pero no. No son tantas si consideramos que en los últimos cuatro años me he mudado catorce veces de casa, seis veces de ciudad y tres veces de país. Vista así la cosa ya el número no suena tan alto, ¿se fijan? Tampoco es que me compute un lama tibetano pero puedo vivir perfectamente sin las cosas que otros parecen necesitar con desesperación. Puedo vivir, por ejemplo, sin auto, sin olla arrocera, sin plancha, sin tostadora, sin celular y, por inverosímil que parezca, también puedo vivir -más tiempo del que nadie se imagina- sin televisor. Lo que no puedo -y lo sé bien porque lo he intentado- es vivir una vida sin licuadora. La razón, increíblemente, no es el pisco sour que ahora nos hemos puesto de acuerdo en venerar, tampoco el milkshake: sucede nomás que dificulto vivir sin limonada de limón licuado entero, ni sin albahaca para el tallarín verde, ni mucho menos sin culantro para el seco, ni siquiera sin ají molido. ¿Y por qué diablos he tenido que comprar tantas?, ¿se puede saber? Porque viajar llevando una licuadora en la maleta de mano me parece una indignidad. No es dable. Si el vista de aduana te revisa el equipaje y te la encuentra, vas a dar lugar a malos entendidos, a que te miren como el ama de casa ahorrativa que nunca has sido ni serás. Creo que, al igual que con los polacos furtivos, tampoco es bueno encamotarse ni un poquito con las licuadoras porque después, llegado el momento, no vas a poder llevártelas contigo y se las vas a tener que dejar, a guisa de austera herencia involuntaria, a algún amigo que quizás no la merece. Si alguien me preguntara entonces cuál es la velocidad promedio a la que viajo por la vida, tendría que responder que me muevo aproximadamente a 3.5 mudanzas (o a 1.5 ciudades), por año, o lo que es lo mismo: a dos mudanzas por licuadora de, por lo menos, cuatro velocidades: chop, mix, pureé, liquify.
Aprendí a no aferrarme ni siquiera a las computadoras en que escribo desde la tarde lluviosa en que, con la mejor intención del mundo, mi buen amigo Augusto Thorndike dejó olvidada la pantalla plana de mi vieja HP en un baño del aeropuerto de La Guardia por entrar al vuelo a echar una meada. Casi me pongo a llorar cuando me llamó de Lima, muerto de la pena, a contármelo. La suerte estaba echada. ¡Había perdido para siempre aquel monitor lleno de stickers que tanto valor sentimental tenía! ¡Mi monitor Huáscar! ¡Cuántas noches insomnes me había pasado sentado delante de él! ¡Cuántos relatos rechazados por los editores había escrito infructuosamente en aquella trajinada pantalla que ahora yacía abandonada en un urinario vil, cubierta de pichi y de ignominia! Qué importaba. Igualito nomás, llegada la hora de regresar, introduje con muda resignación el ahora mutilado CPU de mi pobre PC en una maleta negra y lóbrega como un ataúd. Embutidos a los lados, el teclado y el mouse (ambos inalámbricos) eran los últimos, dignos vestigios de un antiguo esplendor, Ahora, en cambio, mientras esto escribo, parecen abochornados de formar parte de esta computadora Frankestein, de este vulgar amasijo de partes propias y ajenas. Los pobres mouse y teclado inalámbricos no toleran la humillación de tener que chambear unidos a este aparatoso monitor antediluviano y seguramente bambarén, sin duda comprado a cincuenta cocos o menos en algún tugurio de la avenida Wilson. Pero lo cierto es que: pantalla plana, esférica o hexagonal, estos artículos siguen saliendo igualito nomás. Así que a las pelotas con el valor sentimental de las cosas materiales.
Una vez, relojeando por Circuit City, una de esas megatiendas de cachivaches electrónicos, llegué a pensar que había llegado el momento de tener un i-pod. Alucinen. Yo, un i-pod. Yo que carezco de la eficiencia tecnológica necesaria para que al aparato que está a la entrada del banco le salga un puto ticket con numerito. Yo todavía. «Si todos en el subway tienen siempre un i-pod puesto se supone que yo debería tener uno también», fue la impecable lógica del momento, de modo que agarré y, casi sin mirar cuánto costaba, me lo compré. Salí de la tienda verificando que no me embargaba ninguna emoción en particular. Lo saqué de la cajita y lo quedé mirando con la misma felicidad que te produciría ponerte a contemplar un tajador: era plano, rectangular y blanco. Tenía una pantallita como de calculadora, una redondela al medio y, claro, los audífonos blancos que religiosamente se enchufaba todo Nueva York. Me leí íntegro el manual de instrucciones y de lo poco que entendí pude colegir que para lograr que a aquella huevonada le saliera algún sonido había primero que 'subir' toda la música de tus discos a una computadora para luego "bajarla" al adminículo en cuestión, lo cual te obligaba, de paso, a saberte de memoria los nombres de todas las canciones y de todos los intérpretes para poder luego ubicarlas alfabéticamente en el infinito menú. Francamente. Me pareció muchísimo más esfuerzo del que estaba yo dispuesto a desplegar para algo tan pedestre como escuchar música. En mis tiempos, con machucar play te bastaba. Obvio que ni bien llegué a Lima le regalé el indescifrable juguete nuevo a mi pequeña ahijada que, pletórica de júbilo, me escribió un e-mail diciéndome que ya lo estaba usando para ver sus videos de High School Musical y que era, de lejos, el mejor regalo que le habían hecho en toda su vida. Difícil creer que se refería al rectángulo ese blanco con bolita al centro. Fue la última cosa completamente inútil que me compré en Estados Unidos.
La primera cosa útil que me compré al regresar aquí fue un hermoso futón o lo que es lo mismo: un sofá-cama, uno enorme, rojo y bien mullido. Y no porque estuviera planeando recibir a muchos huéspedes precisamente, sino porque como allá me tocó dormir en tantos y tantos de ellos, terminé acostumbrándome por completo y hasta comencé a extrañarlos, a preferirlos, de lejos, a los camastros convencionales. Ostentan la enorme ventaja de ahorrarte el fastidio de tener que tender tu cama todos los pinches días de tu vida: te levantas, los regresas a su posición inicial y ya está. Son una completa genialidad. Nada como las cosas que parecen una y en realidad son dos, las que se camuflan, las que se disfrazan, las que se transforman, sin ningún problema, en otra cosa. Un sofá-cama, por lo demás, es un magnífico recordatorio de tu transitoriedad, sirve para que no te olvides nunca que hoy estás acá y mañana quién sabe, que, en tu raudo vuelo, esta es una escala técnica nomás, que aquí todo es prestadito y solo por mientras, que en esta casa vas a ser bienvenido todas las veces que quieras, siempre y cuando no se te ocurra incurrir en la impertinencia de permanecer más tiempo del estrictamente indispensable.
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