domingo, octubre 15, 2006

COMILONA EN LA MANSION VANDERBILT

Es una de las casas más impresionantes -y más caras- del Perú, y está en Manhattan. En 1973, aprovechando una auténtica ganga, el embajador Javier Pérez de Cuéllar nos la compró por la módica suma de 420 mil dólares, y si quisieran venderla ahora -cosa que nadie quiere-, su precio no bajaría de los doce millones.

Está signada con el número 45 de la calle 67 Este, entre las avenidas Madison y Park, a sólo un par de cuadras del Parque Central y en sus cinco distinguidos, afrancesados pisos vivió, en la década de los sesenta, la célebre Gloria Vanderbilt, diseñadora de modas, ícono de la sofisticación neoyorquina y madre del mejor aspectado de los conductores de CNN, Anderson Cooper.

Hoy la habita una pareja singular y también ilustre: el sorprendente Oswaldo de Rivero, embajador del Perú ante la ONU, y la impredecible Penélope, su chihuahua.

El sábado último, la sola presencia de don Raúl Vargas, providencial canciller de la jamancia, no presagiaba sino desmesuras. La gloriosa perspectiva de una causa de langosta hizo el milagro de que una docena entera de peruanos errantes -y muchos de ellos desconocidos entre sí- fuera convocada urgentemente a la residencia del embajador.

El único pronóstico posible para aquella pluviosa tarde que bañaba de suave melancolía los imponentes ventanales de la mansión era, ciertamente, el del ágape deleitoso, el fluir incesante del gran tinto, la tertulia infinita, en suma, la cuchipanda.

Era el almuerzo de la buena suerte, había que hacer fuerza mental conjunta para que el lunes nos llovieran los votos de modo tal que el Perú ganara en algo alguna vez y fuera electo miembro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, cosa que -como se sabe- efectivamente ocurrió gracias a la gestión tesonera de diplomáticos tenaces y muy bien papeados como nuestros créditos Rolando Ruiz Rosas y Miguel Barreto pero, sobre todo -sería mezquino negarlo a estas alturas- gracias a las propiedades vivificantes y vasodilatadoras del chupín de cangrejos que se administró la misión peruana antes del partido decisivo.

"Es para que Penny me tenga a su altura" -explicó el embajador De Rivero al ser preguntado sobre las razones que lo llevaban a permanecer echado boca arriba en el piso del salón rojo mientras su hiperkinética perrita le mordisqueaba tiernamente la nariz-, "su psicólogo me ha dicho que es lógico que ella se toque de nervios cuando se le acercan.

A ver, dime: ¿cómo te pondrías tú si te tratara de acariciar Godzilla?". Cuando, movido por la exigencia social, nuestro hombre en la ONU se ve obligado, de rato en rato, a levantarse del suelo y volver a ponerse vertical, ha de llevar siempre en el bolsillo una pistolita de agua con la que -cada vez que se presente un cuadro de ansiedad canina- dispara unos esporádicos pero certeros chorritos que ejercen un efecto calmante sobre la temperamental Penélope.

Pero no los lleve esta curiosa anécdota a ningún equívoco; la mayor excentricidad de don Oswaldo es el vicio solitario de la escritura. Su libro El mito del Desarrollo ya ha sido traducido a cinco idiomas, japonés incluido. Por si acaso.

"De la pitri mitri", respondió Blanca Rosa Vílchez, de Univisión, cuando Pedro Olaechea, de Tacama, le pidió su opinión -de lideresa- acerca de la textura y del aroma de su Blanco de Blancos. Pero, cuando el historiador del Community College of New York, José Luis Rénique -feliz esposo de la arriba mencionada-, detectó hábilmente la presencia de la citada bebida espirituosa en el aliño del asado, la expresión del prestigioso empresario vitivinícola no fue precisamente de complacencia.

"Detesto que me presenten como la hija de... y la ex de..." -protestó, reivindicando su justo derecho al anonimato, la enigmática Marta Núñez, orgullosa hija del genial muralista arequipeño Teodoro Núñez Ureta y ex de Lúcar, que pasó de inmediato a dar cátedra artística sobre el hermoso trabajo de patchwork (o "arpillera", según el no menos enterado fotógrafo Jorge Sarmiento), que cubre íntegramente las paredes y el techo de la espléndida habitación de huéspedes, para luego disertar sobre las claras influencias de Paul Gauguin y Henri Rousseau en las selvas naif que adornan los muros del baño del segundo piso, cuyo original W.C. está íntegramente enchapado en madera y en cuya antediluviana bañera con patitas de león se suicidó de un pistoletazo el abuelo Vanderbilt, que todas las madrugadas regresa de ultratumba a penar por los pasillos del sótano, sobresaltando a su solitario morador, el perturbado Rubén, fiel mayordomo chumbivilcano.