domingo, setiembre 17, 2006

ESE VIEJO LIBRITO MORADO

Solo tiene sentido regalar las cosas que uno más atesora para que la gente tenga idea de cuánto se le quiere -o se le quiso- y, sobre todo, para vivir arrepintiéndote por el resto de tus días. Esta vieja carta a un perfecto desconocido es justamente eso: la breve historia de un regalo.

Estimado muchachón:

¡Quién no quisiera ser este libro!

Si nos guiamos por la escritura a lápiz de su última página, lo compré en marzo de 1988 en trescientos cincuenta que, en realidad, deben haber sido treinta y cinco soles. Recuerdo bien que lo que me convenció de llevármelo conmigo no fueron los poemas (pese a que yo asistía gansamente al Taller de Poesía de la Universidad, aún no sabía quién era Lucho Hernández). Tampoco el chuchumeco lila de su portada ni los dibujos animados a plumón ni la sonrisita interbarrios del autor en la contraportada. Lo que realmente me animó a gastarme mis ralos ahorros de redactor chistoso del suplemento "NO!" fue el providencial papel de seda de que estaban hechas sus páginas. No lo compré en un arranque lírico de periodista beat con alma quebradiza. No. Lo compré para rolearme centenares de tronchos con él. Esa es la verdad. La primera vez que quise a Luis, lo que quería era fumármelo. Estoy seguro de que a él le hubiera encantado que lo hiciera. No me lo fumé, sin embargo, porque al abrirlo al azar me topé con esto:
A TODOS LOS QUE ALGUNA VEZ
ME ABANDONARON
DIOS LOS ILUMINE
CON LA LUZ QUE CUBRE
LO PERDIDO
A partir de entonces me enamoré perdidamente de este rechucha, busqué por todos lados la viejísima edición que hizo Sologuren de Las constelaciones, inventé pretextos para conocer a sus hermanos Max y Carlos, me entrevisté con sus amigos del alma Luis La Hoz, Fedor Larco, Édgar O'Hara, Nicolás Yerovi, rastreé sus pasos ebrios por el cine Colina, los bares de La Herradura o la Avenida 6 de Agosto, donde toqué el timbre de su casa y me metí -con engaños- a husmear, buceé en el archivo hemerográfico de una biblioteca y me robé varios de sus poemas de puño y letra que arranqué salvajemente de sus sagrados cuadernos. En una caja de Leche Gloria en el garaje de mis padres guardo doblado en cuatro el desteñido original de:
Te amo ?-1
Eres un amor
Irracional).
Pero no fue ese el único delito cometido en su nombre. Me robé también la macheteada copia de Una impecable soledad, el corto documental que, sobre él, filmó el pobre Cartucho Guerra y luego de proyectarlo en un homenaje, me lo llevé del Aula Magna en el viejísimo Datsun de mi viejo -tal, como según cuentan, él (Hernández, no mi viejo) habría hecho alguna vez con una copia de Yellow Submarine del cine Roma. Hice reportajes sobre él que no alcanzaron ni 5 puntos de rating en Panorama y, finalmente, me pasé una noche en casa de Betty Adler, la célebre frazadita hoy convertida más bien en mullido edredón, tomando chelas y comiendo pizza en su depa del malecón, contemplando la silenciosa belleza en foto de su hijo Danny y haciendo preguntas y más preguntas enfundado en mi mejor disfraz de fan sicópata: un polo negro estampado con una ampliación de su libreta tributaria (que, me olvidaba, robé también). Huelga decir que aquella memorable charla que -con más engaños- propicié y que culminó con la exhibición de la carta previa al suicidio: Betty: Mi felicidad está fuera de toda esperanza. Hoy me voy a matar.- terminó convertida -Dios mío, soy horrible- en una crónica de Somos de título obvio (La musa del poeta) que Ampuero ilustró con las fotos que, "de recuerdo", nos tomamos frente al Suizo.
He escrito todo eso para contarte que, desde entonces, cual si se tratara de un talismán o de la Biblia pringosa de una beata vieja y fea, este librito de marras me ha acompañado siempre por doquiera -nótese la exquisitez del lenguaje-, me ha hecho la taba -decía- por todos los vericuetos o recovecos de mi existencia -tan accidentada ella, tan a salto de mata- y no sabría decirte a ciencia cierta por qué, acaso porque en sus suaves páginas, en la achori ternura de sus palabras creí encontrar ese extraordinario brillo que muy rara vez detecto en los humanoides. Ha ido conmigo hasta las cúpulas extrañas de la dorada Tailandia y conmigo también a las feroces conferencias de prensa en las que me tocó volver a explicar interminable, inútilmente, que nunca he violado a nadie (todavía). Ha ido conmigo a los desoladores burdeles de Amsterdam, donde un muchacho marroquí se aprendió de memoria:
I gotta go now
and if sadness reaches me
I'll cover myself
With the water of the sea
And I won't die anymore
And I won't
Y ha ido conmigo también a las nieves enloquecedoramente blancas de Valle Nevado en Chile, donde la carátula se rasgó y hubo que remendarla con un pedazo de masking tape de los que usábamos para marcar los cassettes de Betacam (y por eso hasta ahora se lee: "Beto Chi" (Contra lo que pudiera pensarse, la sílaba que falta es "le". Le, le. Viva Chile). Ha ido conmigo por calles y plazas, por las líquidas y umbrías calles de Belén en Iquitos o por los ostentosos pasillos alfombrados del extinto Hotel Plaza de Nueva York. Ha ido conmigo cerca de ocho o diez veranos seguidos hasta el extremo último del muelle azul de Huanchaco, donde releyendo y releyendo como un loco de la calle me sentaba a esperar que llegara un futbolista trujillano deslumbrado por las bonitas cartas que puntualmente recogía cada semana en la sección paquetes, y ha ido conmigo también a ponerle girasoles -en su faraónico sepulcro de Pére Lachaise- al gordito cabro ese al que le decían Oscar Wilde y al que los enamorados le piden milagros mediante cartitas y cuya losa está -qué cosa absurda- toda cubierta por miles de besos de mujer. Este libro pues, chiquillo, ha estado en todas partes. Ha estado en la Guerra del Cenepa y ha estado siempre a mi lado convenciéndome de que me quedara, que no he visto nada todavía:
NO MUERAS MÁS
OYE UNA SINFONÍA
PARA BANDA
VOLVERÁS A AMARTE
CUANDO ESCUCHES
DIEZ TROMBONES
CON SU AÑIL CLARIDAD
Cuando todo falló, cuando todo se hizo mierda de nuevo, allí estuvo -siempre fiel- este librito incomputable: DIOS PONGA CABE A NUESTRAS LÁGRIMAS. Allí estuvo para volver a levantar de sus esplendorosos escombros esta estúpida alegría que llamamos esperanza. La eterna acuchillada. La sufridita. La indigna. La cenicienta esperanza. Y, sin embargo, la única aguachenta gasolina que a veces nos queda. A mí, por ejemplo, en este momento, mientras afuera un sol asesino lo cocina todo y en los esféricos parlantes de mi PC canta La Ley, a mí que me queda solamente una esperanza pequeñita: que cada vez que abras el buzón de tu correo electrónico y vuelvas a no encontrar una carta mía, tomes este libro -que ha significado tanto en mi desierto- entre esas manos tuyas que tú no tienes cómo saber cuánto amo, esboces una muy leve sonrisa y, leyendo cualquier página al azar, me recuerdes con esa difuminada alegría que es, en realidad, la nostalgia de lo que nunca ocurrió.
Qué más te puedo decir. Qué otra cosa que no sea repetirte lo que ya sabes, que yo daría absolutamente cualquier cosa por ser este libro. De alguna manera, quizás lo sea y esté llegando a ti en este sobre manila acolchadito y repleto de estampillas, vía air-mail. Cuídalo bonito como si fuera tuyo, ¿ya?. Chau, pues. Cuídame bien.
Beto

1 Comments:

At 8:41 a. m., Blogger Conrado said...

Sólo para decirte que yo también atesoro de igual modo mi copia de ese libro, el cual sí compre para leer, ya enamorado de los versos tan maravillosos de este loco lindo (aunque tan lejanos al rigor matemático, qué chucha). Lo presté (¡oh, iluso!) a una chica que quería comerme y luego la perdí de vista a ella y el libro por un par de años. Gracias de Dios y a Lucho, recuperé mi librito. Nunca más me ha abandonado desde entonces.

 

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