sábado, agosto 26, 2006

CARTA A MAMARITA

Hace 22 años conocí a doña Rita León, una señora humilde que todos los días viajaba varias horas en micro para llevarle el almuerzo a su hijo Toñito, un pequeño que, tras un accidente, estuvo postrado meses y meses en la cama 437-1 del Hospital del Niño, adonde yo acudía como voluntario.

No pude sino admirarla desde el principio y, naturalmente, nos hicimos grandes amigos. En 1993, cuando recibí la triste noticia de que mi madre tenía el mal de Alzheimer, Rita fue la única persona a la que llamé para pedirle ayuda. «No te preocupes, mi rey» -fue su respuesta- «a ti y a tus padres yo los voy a cuidar siempre».

Así lo hizo, desde entonces, a costa de todo. Y lo sigue haciendo, día tras día. Cuando la vida, sabiamente, se encargó de darme merecidas palizas, Mamarita fue la única que siempre estuvo allí, abrigándonos con sus cuidados incansables y, cuando hacía falta, también dejando aflorar su arequipeña garra y defendiéndonos como una fiera. Esta carta abierta intenta ser, sencillamente, un testimonio de gratitud a la mujer extraordinaria que se compró todos mis pleitos y puso las manos -mil veces- al fuego por mí. A la amiga que me salvó la vida.


Mi querida Mamarita:

Son las diez de la noche y acabo de terminar de acostar a mi mamá... y de pelear con mi papá. Han sido solo tres días, los primeros tres días a solas con ellos y muchas, muchísimas cosas me dan vueltas por la cabeza y el corazón. Tantas, que he tenido que salir del cuarto del hotel a buscar una computadora para tratar de ordenarlas, para que me entiendas.

Ya sabes que yo prefiero escribir las cosas que decirlas y por eso, muchas veces, cuando las digo casi siempre las digo muy tarde. Mis amigos me escriben para preguntarme: «¿Llegaron tus papis? ¿Ya estás feliz?» Les respondo que lo que tengo, en realidad, es una inmensa confusión de sentimientos que yo sé que solamente tú vas a entender.

La noche del domingo, en el aeropuerto de San Francisco, cuando después de tanto tiempo de espera y tantos problemas y tantas decepciones y tanta angustia, finalmente los pude reconocer entre la multitud -ya sabes- me puse a moquear como una mamacha.

Era alegría pero también era pena, y creo que ninguna de las dos era más grande que la otra. Ver llegar a mi mamá en silla de ruedas, dormida, toda encogidita, tan frágil, tan indefensa.

Y a mi papá, tan extraviado, tan viejito, tan nervioso... me produjo el dolor tremendo de una culpa espantosa, la culpa de pensar que ellos no tendrían que haber pasado todo lo que han pasado todo este tiempo si no fuera por mi causa y que nada de esto tendría que haber ocurrido si yo hubiera logrado hacer con esto que me dieron (mi vida), algo siquiera un poquito más presentable, si hubiera buscado la única grandeza que hay que buscar: una vida sencilla, sana y buena.

¿Por qué no lo hice, Mamarita? ¿En qué momento la cagué toda? Claro que no tiene caso que me haga reproches a estas alturas, pero tú me has pedido que te cuente cómo me sentí y así me sentí. Así me siento.

Cuando estuve por fin frente a mi viejita -que es un momento que, sin exagerar, había visto en sueños tantas veces en estos años de ausencia- me detuve delante de ella con mis flores en la mano y dejé que pasaran largos segundos mirándola a los ojos con la leve esperanza de que no fuera a ocurrir lo que yo tanto había temido. Pero, por supuesto, ocurrió.

No me reconoció, para qué te voy a mentir, no hizo el menor gesto de saber quién era yo, así que me limité a abrazarla largo rato. La aeromoza que empujaba la silla de ruedas se puso a llorar como una zonza.

Después, cuando abracé a mi papá, me di cuenta de algo que seguramente te va a sorprender:

tengo 38 años y era la primera vez en mi vida que lo abrazaba. Y percatarme de eso fue peor porque ahí sí que les hice una escena y me puse a lloriquear con ruido y todo, mientras él no se cansaba de repetir: «Esas son lágrimas de alegría» -tratando de disculpar mis sollozos ante toda esa gente que nos miraba y dándome, de rato en rato, unas toscas y muy sonoras palmadas de paisano en la espalda. (¿Has visto cómo se abrazan los paisanitos borrachos? Bueno, pues. Igualito.)

Una australiana se nos acercó a contarnos que había venido al lado de ellos durante todo el viaje y que mi papá se la había pasado preguntándole a dónde lo llevaban. En el carro, camino del hotel, el pobre terminó de confundirse por completo y comenzó a desvariar: dijo que unos chinos lo habían tratado de retener en Miami para hacerlo trabajar bajo la lluvia, pero que él y mi mamá habían conseguido escapar.

Lo peor de todo es que, durante su relato, no dejó, ni siquiera por un momento, de llamarme "Salo". De todos los nombres del mundo, eligió ponerme el de Salomón, el más difícil de todos sus hermanos. Y cuando le dije que yo no era Salo sino Beto, me dijo: «Caray... ¿Qué te parece? ¡Somos tocayos!» Tocayos.

Esa primera noche, a pesar de todo, las cosas fluyeron con suavidad. Al acostar a mi mamá me di cuenta de que sus piernas estaban muy hinchadas por el largo viaje, así que le puse unas almohadas bajo los tobillos. Intenté darle sus pastillas pero no conseguí que se las pasara así que te llamé a Lima y me dijiste que había que molerlas entre dos cucharas y dárselas con un poquito de jugo de manzana.

Por supuesto olvidé quitarle los aretes y también la plancha, así que se durmió con ella puesta (quizás por eso roncó tanto). Sus ronquidos me despertaron a cada rato sin conseguir molestarme ni siquiera un poquito. Cuando caía en la cuenta de que era ella no podía creer que de verdad estuviera allí, durmiendo a mi lado como cuando era chico y me daba miedo dormir solo. Pero lo que más me sorprendió de todo fue escuchar por primera vez con qué ganas se ríe a carcajadas en sus sueños.

A medianoche mi papá se levantó y dio vueltas por la oscuridad, tropezándose con todo. Acaso confundiéndola con un árbol, estuvo a punto de ponerse a orinar bajo una lámpara de pie. Me levanté a guiarlo las tres veces que se despertó y dejé la cortina entreabierta para que, al amanecer, la luz se filtrara.

A las ocho en punto, aprovechando que mi mamá duerme hasta tarde, bajamos juntos al comedor a desayunar café con leche, huevos revueltos y cachitos. Y hasta hubo tiempo para dar una vuelta por el muelle y ver el mar y el puente anaranjado y la isla de alcatraz y regresar haciendo una escala en esos madrugadores puestos donde venden una humeante sopa de cangrejos a la que llaman Clam Chowder.

Mi papá lo observaba todo fascinado como un niño de cinco años. «No hay nada que hacer. Italia es otra cosa» -fue su comentario.

Después subimos a la habitación. Eran las diez y doña Irma ya estaba despierta. Le di los buenos días con un besito y me dijo: «gracias». Entonces vino el momento de la verdad: levantarla casi en peso, llevarla al baño, ducharla, vestirla... Me puse tan nervioso.

No sabía qué hacer ni cómo hacerlo. Creo que fue allí que realmente me di cuenta de todo lo que, poquito a poco, nos ha ido quitando su enfermedad: sostenerla para que dé unos pasitos, asearla, vestirla, peinarla, atenderla en todo como si fuera de nuevo una bebé . ¡pero una bebé de 70 kilos! Y una bebé voluntariosa, además.

Una que no siempre coopera. Algo tan simple como levantarle un pie para ponerle una media, se convierte en una proeza, te hace guerrear y sudar a chorros. Meterla a la ducha -a ella que siempre fue tan pudorosa- y entibiarle el agua y enjabonarla y sentirla tan pequeñita y asegurarse de que cierre los ojos para que no les entre champú. Y después, a vestirla. Otra batalla feroz luego de la cual termino empapado y exhausto. Mientras terminaba de amarrarle los pasadores de los zapatos, me volvió a hablar y pude entenderle con perfecta claridad. Me dijo: «No me fastidies».

Y mientras intento hacerlo lo mejor que puedo y me armo de la paciencia que no tengo para no contestarle una pachotada a mi papá que me resondra porque soy tan torpe y le pongo tan mal el camisón, a lo único que atino es a pensar:- A ver, a ver... ¿cómo haría esto Mamarita? ¿Cómo hiciste? ¿Cómo haces? ¿Cómo has hecho? Ay, Mamarita. Cada detalle, hasta el más chiquito, me hace bendecir cada día más el inmenso amor con que has cuidado sin pedir nada a estos dos viejitos durante estos tres larguísimos años. Dios mío. Tres años. Y

o llevo cuidándolos tres días y ya estoy pidiendo chepa. ¿Cómo has hecho? Para guiarlos de la mano cuando todo estaba tan oscuro, para darles casi todo cuando no había casi nada, ¿cómo hiciste?

La primera noche, cuando ellos se durmieron, me puse a abrir sus maletas y me alegré de reconocerte en todos esos pequeños detalles tan tuyos. La ropita tan coqueta que les escogiste, sus zapatos nuevos, sus talcos y sus colonias. Las pastillas perfectamente organizadas en bolsitas de Essalud.

La libreta con las indicaciones: cuándo el Cardiotor, cuándo el Aricept, cuándo el Lipitor. Los cartelitos -con sus nombres y mis teléfonos- al cuello, como si fueran chicos excursionistas. Y los billetes dobladitos, desperdigados por todas partes, para que de todos modos los encontraran, si llegaban a hacerles falta. De una cosa sí no tengo duda: ellos dos y tú son la única familia que yo tengo y necesito. De no haber sido por la fuerza de tu cariño, hace ya bastante rato que ellos no estarían aquí.

Dice mi amigo Martín que no debo pensar ni en el pasado ni en el futuro, que debo disfrutar el instante tan esperado de estar con ellos. Y creo que tiene razón. Trato de hacerlo con todas mis fuerzas. Cuando me desespera, por ejemplo, ver que el viejo Humberto se puede pasar media hora estirando y doblando maniáticamente una bolsita de plástico (tú sabes que no exagero: ¡media hora!), me río solo y me digo: cuando no estemos juntos, esto también lo voy a extrañar. Porque sé que así será....

Hoy en la tarde estuvimos detenidos los tres delante de una playa preciosa con un faro y un galeón y la arena increíblemente sembrada de gaviotas. Y de repente, comenzó a llover a chorros, como si el cielo se estuviera viniendo abajo. Mi mamá se secaba la cara con las manos, me miraba con esa miradita traviesa que no ha perdido y se reía a carcajadas. Y mi papá, todo alarmado, exclamaba:«Ay, carijo, carijo...¿y ahora qué hacemos?»

Y yo le respondía que nada, que esta maravilla no ocurría a diario y que aprovechara: «No hacemos nada, tocayo. Tú, tranquilo. Total, solamente es agua.» Nos quedamos quietos y callados largo rato. La lluvia de esa tarde se encargó de camuflar mi breve pero perfecta felicidad. Y ni cuenta se dieron de en qué momento entré en desigual competencia con ese cielo encapotado. Total, solamente es agua.

Beto

5 Comments:

At 3:20 p. m., Anonymous Anónimo said...

Estoy segura que tu papá y tu mamá , también fueron felices. Y que Marmarita guarda tu carta como un tesoro.

Salutes.

 
At 4:28 p. m., Anonymous Anónimo said...

Todavía dudo que seas tu, realmente. En fin, por que solo posteas tus columnas en Peru 21?
Cuando regresas a Perú?
Tengo ganas de darte un chape (aunque soy mujer)
Tengo un amigo que quiere tu correo; es un aspirant a escritor de unos 19 años (viejo pa ti, creo), que dice que escribes bien.
Seras tu?
otra cosa
acabo de leer tu libro
interesante...
Creo que tienes salvación
mejor dedicate a escribir, cholo
me he dado cuenta que es lo tuyo.

 
At 4:31 p. m., Anonymous Anónimo said...

Corrección
Creo que de plano no eres tú.
Acabo d leer tu perfil, eso de "adorado terruño" me sono el colmo de la bagredad.
El verdadero Beto no escribiría eso
tal vez "paicito de mierda"
pero
"adorado terruño"?
no jodas, pues.

 
At 11:11 p. m., Blogger mr_eMe said...

para commentar el comment anterior...

supongo qe adorado terruño te suena -como a mí- a pedacito de chacra recién abonado, lo cual, finally, infiere tierra llena de mierdas. o sea, la misma vaina.

jejeje

salu2

 
At 10:22 a. m., Anonymous Anónimo said...

Jamás dejaré de preguntarme cómo este ser ególatra, antipático, posero, mezquino, vanidoso y tan inestable que siempre tapa su inseguridad tratando de escandalizar, sea al mismo tiempo capaz de sentir y escribir algo tan tierno y sobrecogedor. ¿Dr. Jekyll y Mr. Hyde?
Verónica R.

 

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