EXTRAÑOS EN EL TREN
El muchacho con traza de guerrero nubio era tan alto que tuvo que agacharse levemente para subir al metro sin golpearse la cabeza en el dintel. Su estampa era estilizada e imponente y a pesar de lo renegrido de sus ropas de pordiosero, exudaba aún ese raro brillo del que, en otra vida, había sido un rey.
Su olor a tierra de monte empapada por la lluvia iba formando en torno suyo un aura de fabulosa irrealidad, mientras que, en sus ojos feroces, chisporroteaban, intermitentes, los tenues resabios de la majestuosidad perdida:
-Buenas noches, damas y caballeros -exclamó dejando retumbar su voz vibrante y cavernosa hasta el último asiento del vagón-. Buenas noches, repito. ¿Pueden verme?
Ni uno solo de los pasajeros se inmutó. En Nueva York, la gente parece desarrollar una especial habilidad para quitarle el cuerpo a la miseria ajena y aprende a evadir con éxito la menor agresión del dolor de los otros con la misma graciosa agilidad con que, por la calle, se esquiva una rata.
-¿Pueden verme? Respóndanme, señores, si son tan amables. ¿Pueden verme?
Nadie contestó. Pero una anciana japonesa levantó los ojillos del periódico indescifrable que leía para mirar al vagabundo con desdén, un par de guapas cubanas, muy bullangueras y laberintosas, dejaron súbitamente de chismorrear, un corredor de bolsa de Dow Jones metió la mano en el bolsillo de su sobretodo para apretar pausa en los controles de su i-pod en el que escuchaba una sinfonía electrónica de Tiesto, una escuálida rubia guardó en su bolsa de Whole Foods el envase descartable con la ensalada de alfalfa orgánica que estaba comiendo y un señor de sombrero bombín y barba cana cerró en la página 84 el ejemplar de -La Cena Secreta- que tenía entre sus manos. Algún tipo de poder secreto debía poseer aquel gigante entristecido para haber logrado la proeza de captar para sí la atención de los que -de lejos- debían ser los seres más indiferentes del planeta.
-Últimamente he comenzado a creer que estoy volviéndome invisible. Es por eso que quiero que me lo digan. Señores, ¿pueden verme? Por lo que Dios más quiera, que alguien me lo diga. ¿Soy invisible, señora? ¿Soy invisible? Sólo quiero estar seguro de que no lo soy.
-No lo eres. Tranquilo. Yo te veo -le dijo en su inglés imperfecto una mujer de cejas tupidas y larga nariz que debía ser una refugiada iraní, a juzgar por los negros mantos que la envolvían.
-¿Y qué es exactamente lo que ve? -volvió a preguntar el mendigo, sonriendo apenas con la mirada algo vidriosa, maravillado de que, por fin, alguien le hubiera respondido-. Dígame: ¿qué es lo que ve?
-Veo a un hombre que parece tener algo tremendamente urgente que decir.
-Quiere decir entonces que no son solo ideas mías. Quiere decir que estoy aquí. Esa es la noticia que he venido a hacerles esta tarde. Existo, señores. ¿Qué les parece? Respiro. Siento. Vivo igual que ustedes. Sufro, pienso, extraño, anhelo. Lloro y río. Amo y odio. Recuerdo y olvido. Y, si me cortan con un cuchillo, me brota una sangre que es salada y tibia y roja, exactamente igual a la de ustedes. ¿Pueden verme ahora?
-Sí - respondieron, lánguidos, dos que tres.
-No los oigo, ¿pueden verme?- volvió a preguntar.
-Sííí - exclamaron a coro, casi todos, como si fueran niños respondiéndole al payaso que pregunta si quieren jugar.
-Nací de una mujer como ustedes y, como ustedes, tiemblo cuando tengo que pasar la noche a la intemperie en el invierno, mis tripas rugen como leones enfurecidos cuando paso demasiado tiempo sin comer, la saliva se convierte en ceniza dentro de mi boca cuando el agua me falta y sueño que todos mis muertos están vivos cuando duermo. Díganme entonces, por favor: ¿Qué es lo que me falta para ser igual a ustedes?
Todos guardaron un incómodo silencio tan solo alterado por el pregón sordo y metálico del subway: This is forty-second street. Please stand off the closing doors.
-¿Qué necesito para ser como ustedes? -preguntó el vagabundo-. ¿Qué me falta? Quiero saber.
-Tal vez solo necesites una buena pizza - dijo, por fin, la llamativa mujer que, con su apabullante obesidad, ocupaba dos asientos en lugar de uno y que, con gran afán, le entregó la caja que llevaba sobre sus piernas elefantinas. El gesto -que desencadenó risitas de simpatía- era un desafío directo al odioso letrero que prohibía, en varias lenguas, dar limosnas en los trenes del mismo modo en que no se permite alimentar a las ardillas en los parques.
-Gracias, hermosa -dijo, contento, sin dejar de abrazarse a su regalo-. ¿Alguna otra persona que quiera compartir conmigo? Cualquier cosa. Cualquier cosa que me haga parecerme a ustedes. Cualquier cosa que me quieran dar, menos dinero.
Sin saber muy bien si aplaudir o no, el hombre del sombrerito bombín se puso, pesadamente, de pie al llegar a la estación de Union Square, se quitó el abrigo marinero de paño azul y, empinándose un poco, lo acomodó sobre los altos hombros de aquel gran actor. Como si lo que acababa de hacer fuera una fechoría, se bajó del tren a trompicones, como si fuera un carterista. Antes de que las puertas se cerraran tras él, alcanzó a escuchar que el menesteroso le decía:
-Se va a resfriar, señor. Además... soy extra-large.
Por un instante estuvo tentado de voltear pero no lo hizo. Subió las gradas y emergió a la superficie con lo que, a todas luces, era una sonrisa. La violencia de ese viento helado que le adormecía las orejas pareció despabilarlo y casi podría decirse que lo puso de buen humor.
1 Comments:
Estoy bastante lejos no puedo verte, pero se que estas alli. Te leo.
Algunos piensan que todo tiempo pasado fue mejor, tu no eres de eso no?
Xana
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