NI BIEN VOLVI
Hemos sabido que, durante todos estos días, le han estado preguntando a nuestro repatriado y ciertamente ocioso colaborador qué tanto hace que no escribe su columna hace semanas. A continuación, su escueta y evasiva respuesta.
Ni bien volví lo primero que hice fue bromear con un oficial de Requisitorias, cuya oficina en el aeropuerto está decorada -alusivamente- con vistosos afiches turísticos que promueven el más inquietante destino: Canadá.
Atrapar al vuelo un celular que alguien me lanzó por la ventana del carro para poder comunicarse conmigo.
Convertir en súbita pascana una chicharronería del jirón Dante con tal de aquietar la estampida periodística, evitando así una nueva tragedia Lady Di, pero en Sullorqui.
Recibir la avispada visita oficial del alcalde de ese distrito que, enterado de la abundancia de cámaras, se constituyó en el término de la distancia, o sea: al toquefá.
Subir y bajar de la vía expresa perseguido infinitamente por dos motos-liebre de Barranco al Sheraton y viceversa hasta que se le acabe toda la gasolina a una y a la otra la detenga una tombita por ponerse a circular por el zanjón.
Organizar un operativo relámpago para alejar a mis viejos de las cámaras y poder ir encubierto a saludarlos como doce horas después de haber llegado.
Encontrar que ahora resulta que tomar pisco es lo más cool del planeta siendo que nadie le daba la más mínima bola cuando me fui.
Descubrir el pisco sour de maracuyá, el anticucho de calamares, la causa a la parrilla, el risotto de conchas negras y el sandwich de lomo saltado y palta.
Adorar ciegamente el pan francés caliente del desayuno. Engordar ocho kilos en tres semanas a causa de la interminable tragazón de bienvenida.
Proponerme visitar mañana sin falta al doctor Pun. (Postergarlo otra vez para pasado.) Sorprenderme de que existan alquileres de doscientos dólares en Miraflores, flores en el Parque Universitario, geniales polos con frases de parachoques de interprovincial y saltimbanquis émulos de Los Ángeles de Arena en absolutamente todos los semáforos.
Querer siempre apretar el botoncito para que cambie la luz y recién poder cruzar la calle. Desorientarme con frecuencia, confundiendo la vía expresa de Javier Prado con la de Grau que, al igual que la Biblioteca Nacional de San Borja o la torre inclinada de Interbank, tampoco existían cuando me fui.
Volverme bastante loco con el ruido impune de los cláxones, con el surtido buffet de tumores gigantes, atropellados, linchados y destripados que ofrece sin falta el menú de todos los noticieros y con la majestuosa cordillera de basura que atraviesa -de un extremo al otro- La Victoria.
Extrañar malamente la camioneta Santa Fe que me comí con tuco tallarini. Agradecer la imposible baratura de los taxis.
Preguntar como un idiota qué cosa es Tottus, quién es Camote, qué cosa es Brahma, quién es Jason Day, qué cosa es Claro, quién es Ezio Neyra, qué cosa es T'anta, quién es Luciana León, qué cosa es Plus TV, quién es Karina Borrero, qué cosa es Wayra Perú, quién es Aldo Miyashiro, qué cosa es Vivanda. Insistir en dejar el 15% de propina en los restaurantes, generando airados reclamos de mis amigos o, peor aún, querer darles propina a los taxistas.
Conocer a Mayte, a Juan Carlos, a Mauricio y a Rosanna, cuatro queridos amigos-internet que no conocía en persona y a los que he abrazado como si no los hubiera visto en muchísimos años (treintiocho, en total). Visitar por primera vez la redacción de Perú.21.
Mandar a la lavandería todos los ternos mohosos que me esperaron cuatro años en el clóset y ponérmelos solo para comparecer ante la justicia anticorrupción y recibir así los memorables silbiditos -no necesariamente galantes- de los huéspedes de San Jorge que chonguean por entre las rejas.
Terminar de leer el conmovedor diario de Constantino Carvalllo, mientras espero que se inicien las sesiones.
Esquivar las merecidas miradas de odio letal que, de rato en rato, me lanza César Almeyda, concentrándome en sus zapatos de charol sin poder evitar sentir un poquito de la pena o solidaridad gremial que me producen siempre todos los traicionados.
Escuchar la voz de un policía que, por la radio, ordena: "Dígale al detenido que tenga la bondad de guardar la compostura necesaria" y demorarme varios minutos en caer en la cuenta de que el detenido al que se refieren soy yo, que me he parado faltosamente recostado en la barandita.
Demorarme todavía más en descifrar el venerable idioma judicial, que es tan exquisito que hay que referirse a los hechos que se juzgan como 'los justiciables', que más parece el nombre de una nueva banda de asaltantes. (Y para decir: "Explique por qué esa prueba es importante" es menester exclamar: "Oralice usted la pertinencia y el aporte.")
Amistarme con el personaje más complejo de toda mi mitología personal: El General. Aparecer bromeando con César Hildebrandt en la Revista Magaly TV.
Haber vencido todas mis resistencias y perdido, de paso, un par de amigos asistiendo tranquilito al programa del mismo nombre, modesta hazaña solo comparable a la de haberme trepado a la montaña rusa de Universal Studios, por encima del absoluto pavor que me generan todas las montañas rusas sin excepción.
Ser rápida y honrosamente tentado por la revista Belleza y Estilo del meteórico estilista Marco Antonio. Enterarme casualmente y justo a tiempo de la segunda orden de captura que se dictó en mi contra el 16 de octubre y ahorrarme, de milagro, un nuevo papelón.
Recibir el airado reclamo de un joven colega que me acusó de haberle mentido con descaro a Jaime Bayly cuando le dije que no me enamoré de nadie en Estados Unidos.
Contabilizar -durante las dos horas que duró el chat de Perú.com- las bromas homotemáticas de los cibernautas (47) y, durante los 25 días que llevo aquí, las veces en que mis eventuales interlocutores han necesitado, a estas alturas del partido, que confiese -de una vez por todas- cuál es mi verdadera orientación sexual (9).
Gastarme en llamadas a mis extrañados paisanos niuyorkos el doble de lo que me gastaba extrañando a los del Perú. Recibir de un silencioso y barbado cliente que hojeaba libros en Crisol un afectuoso wai o reverencia oriental con las manos juntas.
Ser detenido en los estudios de Canal Dos por una señora del público que quiere regalarme una caja de toffees La Ibérica, apapachado a teatro lleno por Pilar Brescia en la espléndida sala del ISIL y abordado en la Facultad de Letras de San Marcos por Miguel, un estudiante que me condecoró con una desmedida frase que, no obstante, me permitiría morirme tranquilo mañana mismo: gracias por escribir tan paja.
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