domingo, junio 24, 2007

QUISPICANCHIS FOREVER

Por si no se han dado cuenta, hoy es Inti Raymi y lo único que toca es desearnos, todos, un feliz Día del Indio. Pero como aquí tratamos siempre de ser tan políticamente correctos, nos conformamos con contarles lo xiovi que se ha puesto nuestra ciudad más cosmopolita y open-minded. ¿Se han dado su vuelta últimamente? Como diría mi tío Melcocha: ¡no vayan!

Xiovi es la palabra de moda entre los desprejuiciados muchachones de Cusquito y es, de paso, la única oportunidad que tendré en esta vida de empezar una crónica con equis. Se pronuncia chovi y sirve para describir lo indescriptible: tú eres mi xiovi, muy xiovi de conocerte, qué xiovi está esa hembra o me llegas al xiovi. Significa, prácticamente, todo.

Y ello resulta de lo más práctico en esta Babel donde es menester vivir inventándose códigos novedosos siendo que el idioma hablado por los invasores bárbaros rara vez coincide con el tuyo. El lema que lleva impreso mi polanco nuevo -Manan Kanchu Carajo- sintetiza bastante bien la recóndita armonía que siempre se agazapa en la ininteligibilidad.

Un cague de la risa, o para decirlo en jerga qosqoruna: un cache de la risa ponerse a leer, al vuelo, las libérrimas traducciones que ofrecen las pizarritas de las fondas: variedad de pastas, por ejemplo, se dice: several spaghetti, bisté a la plancha y bisté a lo pobre equivalen a steak to the iron y steak to the peruvian style, respectivamente y, claro, Sacsayhuamán, como su nombre lo indica, es el vocablo quechua para sexy woman. Para qué molestarse en ensayar siquiera el esperanto si, al final, la vida siempre te habla en chino.

Mis desquiciados wayqis de Bellas Artes sí que se han pasado p'al Cusco en esta oportunidad. Su desfile pre-Inti Raymi constituye cachetada general y en él, cada nueva comparsa, cada escola do huayno es más ocurrente y más cachosa que la anterior: una virgen de la leche de ocho metros, tetoncísima y en topless, un gran chamán del sur que exhala vaharadas del mismo humito que, (tú computas), se respira día y noche en Procuradores, una ruidosa carnestolenda de lúbricas bricheras, un Machu Picchu con letreros de 'Se Vende', (razón: New Seven Wonders of the World, suave que Bill ahorita compra), un porteador famélico del Camino Inca sepultado por fosforescentes mochilas marca Victorinox y un pavoroso Niño Manuelito con su espina en el pie y su mejor carita de Chucky.

¿Te acuerdas de mí? -me pregunta un montaraz ukuku desde detrás de su pasamontañas. La sola pregunta me sobresalta porque, por auto-defensa elemental, lo más sensato es olvidarse de todos sin excepciones. Mírame bien. Se quita la máscara y exhibe su rostro lunarejo, erizado de piercings desafiantes: su identidad secreta es Marvin, dice, sí, como los Jardines Marvin del Monopolio, ah, ya, sí, claro, por supuesto que me acuerdo. (Ni en pelea de perros).

El tour 2007 que ofrece tan providencial cicerone incluye un tutti fruti alucinante de warikes favoritos que, rápidamente, se acomodan -sin orden ni concierto- en mi renovado top ten:

1) La excelsa sopa de quinua, la cuajada y la uchucuta de La Granja de Heidi, comidita para el alma en plena cuesta de San Blas.
2) La contemplación de los astros desde el Planetarium María Reiche en Yanahuara, Urubamba y la observación (participante) del bricheraje mixto más conchudo en el efervescente Mythology cuyo slogan reza: sólo para dioses. Lo tenemos levantado hacia el señor.
3) Los inimaginables wantancitos surtidos que amortiguan el tanganazo o toj roroj de rigor en la taberna Los Perros.
4) La calculada irrealidad del almodovariano Fallen Angel con sus etéreos, seráficos meseros with an attitude.
5) La fascinante colección del MAP o Museo de Arte Precolombino en cuyas salas los siglos de historia se han concentrado en intensísimos minutos de sobrecogedora belleza.
6) Los anticuchos de alpaca del Mullu de Pisac. De otro planeta.
7) Las exultantes misas en quechua del Coro de Cámara en el Qórikancha.
8) El adictivo café de algarrobina del fichón Don Esteban y Don Pancho de la avenida El Sol.
9) El setentero rock en vivo y la gentita terriblosa del 7 Angelitos.
10) Las carnes del Tango Beef cuyo principal lomito argentino, lastimosamente, no figura en la carta, pero si se lo pides viene sonriente y te lo alcanza.

Eso sí, en cualquiera de los casos, lleven siempre efectivo suficiente porque la capital del Tahuantinsuyo será todo lo moderna que ustedes quieran pero, con tozudez digna de Cahuide, se resiste a aceptar credit cards.

En el Valle Sagrado hacemos una escala técnica en el Colegio Señor de Torrechayoc de Yanahuara para asistir, por primera vez, a una truchada bailable. Truchada, sí, suculentas truchas a la parrilla, con su papita y su choclo más. Cinco luquitas la tarjeta. Todo pro-fondos de la refacción de los infames silos que fungen de servicios anti-higiénicos, de los ruinosos techos que están por desplomarse encima del alumnado y, si algún sencillo quedare, también pro-compra de la soñada, primera computadora del plantel.

Una para mil alumnos, más o menos. Alucinen: por acá el turismo deja millones de dólares todos los días, pero a la gente de Urubamba ni las gracias.

Responsabilidad social que le dicen, pues, ¿no? Antes de subirme al tren que nos habrá de llevar a la octava maravilla, Marvin me ha estado grabando, con la ayuda de su celular, recorriendo con él las callejas empedradas: lo voy a colgar en You Tube -amenaza, feliz- a ver, pues, si siquiera le empatamos a la Tigresa del Oriente. Pides poco.

Atravesamos Afligidos, Amargura y Ataúd, que así se llaman algunas de las más alegronas arterias de esta villa. No es posible, en cambio, jactarse de haber turisteado gran cosa por la infernal calle Purgatorio, berrinchudo meadero oficial de la urbe que parece concentrar la ancestral, prehistórica pichi de los cinco (in)continentes. Como todo el mundo sabe, hay tres maneras de llegar a Machu Picchu: como turista (previo madrugón), como aventurero (de tres a cinco días de matadaza lata inca), y como rey: Bill Gates y Drusila Zileri paladeando la atmosférica sofisticación que se respira a bordo del tren Hiram Bingham de Orient Express donde, para el brunch de hoy, señores pasajeros, les ofreceremos una terrina de trucha salmonada fresca y ahumada con poro, ensalada de manzana y papitas nativas a la vinagreta de eneldo y miel.

Dicen que cada vez que viene, Leo Di Caprio reserva para él no un asiento ni dos, sino el vagón completo, aunque el máximo lujo reside -me ofrezco de voluntario para explicárselo- en el azul delirante de estos cielos. Más no son Bill y Drew las únicas luminarias invitadas, las acompañan también Mariella Balbi y Tomás D'Ornellas, Aldo Mariátegui y Anita Trelles, o sin ir más lejos: Cameron Díaz y yo que hasta hemos comido chuño y todo. Excuse me? Cameron, sí, Camincha para los amigos. Como podrán apreciar, el ombelico del mondo es, pues, the place to be, mis queridos igualados.

Si yo estoy aquí y tú estás allá habrá de ser porque uno de los dos está en el sitio equivocado, ¿sí o no? Admitámoslo, warmichas: Lima is dead.

lunes, junio 11, 2007

UN ALFABETO DE CENIZAS

"El país necesita más talentos como tú para plagiarlos" -me calumnia, muerto de risa, mi excelentísimo causita don Oswaldo de Rivero, más conocido como Ovi (Wan Kenobi), respondiendo al e-mail en que le preguntaba qué se siente ser tan glotonamente canibalizado por una de nuestras máximas glorias literarias: Bryce Echenique, nada menos. "Muy bien, ahora trabajo como escribidor en Ginebra y hasta me plagio Le Monde Diplomatique"- me contesta, siempre sacando pica y yo procedo, naturalmente, a ponerme verde de la envidia: ¿qué cosa habré hecho mal? ¿Por qué hasta ahora nadie me plagia?

La razón se cae de la mata: Ovi de Rivero -que no necesita colgársele a nadie del fustán- es autor de El Mito del desarrollo, super best-seller hipertraducido en todas partes, lo cual delataría un severo control de calidad en quien lo eligió como punto.

Tampoco se puede andar plagiando a cualquier atorrante que ande suelto por ahí. El buen Kenobi debe estar analizando lo ocurrido y, loco como es, ha de tirarse panza arriba a juguetear contento con Penélope, la chihuahua cosmopolita que hoy lo acompaña -fidelísima- en su incansable peregrinar por las grandes capitales del mundo.

Que Bryce Echenique elija un texto de tu autoría y lo publique como suyo es el mejor accidente que le puede suceder a un escritor peruano. ¡Qué de brincos no daríamos!, ¡plágiame, Alfredo!, ¡A mí, a mí! ¿Y qué tal si Mister Xerox fuera yo en lugar de él? -me pregunto- ¿si me ampayaran chorifateándome el párrafo, la frase, el versace de otro?, ¿con qué porcentaje de las piedras que a él no se atreven a tirarle (porque es un grande), me enterrarían vivo entre aullidos y cánticos apaches?

Una digna integrante de nuestra farándula culturosa, llamándome alarmada ante el inminente escandalillo de café, me cuchicheó hace un par de días la siguiente memorable interrogante: ¿Puedes creer que hay gente que se alegra de lo que le ha pasado a Bryce?

La repregunta automática que brincó en mi mente al toque fue: ¿Lo que "le ha pasado"? Un momentito. Pero, ¿cómo?, ¿ahora resulta que él es la víctima?, ¿no será que lo que "le ha pasado" a los otros es él?, ¿no es acaso Bryce lo (mejor) que le ha pasado, por ejemplo, al artífice de Réquiem por el Perú, mi patria, Herbert Morote, a quien tú nunca has leído ni yo tampoco?

Y para qué seguir mencionando los títulos de los (por lo menos) seis textos calcados a ignotos columnistas extranjeros, tijereteados con pana de las páginas de La Vanguardia, El Periódico de Extremadura y Galipress: los españoles Nacho Parra, Carlos Sentís, Eulalia Solé y José María Pérez Álvarez o el gringo ex directivo de la CIA, Graham E. Fuller que, pobrecito, no tiene cómo saber quién diablos es Julius, ni Cintita, ni Susan, linda ni Martín Romaña ni mucho menos Inesita, luz de donde el sol la toma.

¿No luce acaso nuestro segundo mayor novelista vivo, a todas luces, como el autor -valga la redundancia- de un delito? ¿Y si es así, tiene derecho tanto soldado desconocido a lanzarle instalazas desde sus sentenciosos blogs, que -las más de las veces- no son otra cosa que un premio consuelo para columnistas sin columna?

Apropiarte del trabajo ajeno no es algo que pueda "pasarte" casualmente -no jodamos-, plagiar no equivale a tirarse el pedito furtivo que -desobedeciendo tu voluntad- se te escapó frente a todos y se esparció por el aire como un mal presentimiento.

Nadie plagia por casualidad. Ya una vez, hace unos meses y con ocasión de un caso muy distinto, escribí aquí -cándido de mí- que había que parar un toque la mano con el maleteo, que a los tipos geniales no se les encuentra así nomás y que al talento se le cuida, miserables. Flaco favor. Fui vapuleado bien feo por no pocos lectores, por mis siempre draconianos coleguitas y -mejor mátate- hasta por el propio escritor por quien trataba de sacar cara.

Difícilmente voy a olvidarme del muy cancelatorio "No me defiendas, compadre" de su carta. "Déjame decirte que una defensa tuya equivale, en Lima, a un ataque" fue lo que me escribió después de agradecerme el gesto con su seca cortesía.

Como quien dice: quise hacer una gracia y me salió una morisqueta. Pero como siempre en la vida va a existir gente -como yo- que es obcecada y no escarmienta, allá vamos de nuevo a perseverar en el error de meter la pérfida cuchara, aun a sabiendas de que El Entrañable ni me lo ha pedido, ni me lo va a agradecer porque la opción más probable -matemáticamente- es que se saltee esta página o este periódico entero, sin ir más lejos.

He constatado, sin asombro, que en ninguna de las muchas notas que, esta semana, denunciaron el infame calco (o intentaron, sin fortuna, barajarlo) se ha consignado el nombre de los periodistas que las escribieron. ¿Por qué no firman sus goles, ah? ¿A qué le temen tanto? Al destierro literario, por supuesto, a la expulsión del reino.

Entre los cuatro curruñaus de la Lima cultita, San Alfredo viene a ser una especie de patrono sapientísimo e intocable, muy por encima del bien y del mal, nos guste o no, I'm sorry con excuse me. De modo que ¡ay de aquel que se atreva a invocar su nombre en vano! ¡Sus turiferarios se lo bajan de un solo lapo en la nuca! No son lamentaciones desde la mesa de saldos y mini yayas, para nada. Se han visto casos. Cito, como ejemplo, uno reciente: haber firmado una nota poco pródiga en las obligatorias zalamerías para con Bryce le costó al novelista Enrique Planas el ser desembarcado sin pena ninguna de una mesa redonda para la que había sido convocado en la Feria del Libro de Trujillo, sanción ésta que obedeció a un pedido expreso de il divo que -según cuentan- se puso en plan de: O él o yo. Todas estas veleidades y disfuerzos se le consienten siempre por la razón arriba mencionada: Bryce es Bryce.

"Es Alfredo Bryce Echenique quien debe asumir absoluta responsabilidad por las consecuencias de sus actos" -editorializó el viernes último, en un tono inusualmente tajante, El Comercio en un discretísimo recuadro (sin firma), confinado a la sección Cartas del Lector.

Hasta ahí, todo muy bien, pero, ojo al piojo, la responsabilidad es suya... y de los distraidillos editores, pues, ¿no?, sobre todo del editor de opinión al que le pasaron por la huacha no uno, sino: ¡seis artículos bamba! ¿Y si ninguno de los legítimos autores protestaba? Hubiera seguido publicando otros seis más y él, ni enterado.

En el caso de que tengan interés, el Google no solamente sirve para piratear, también se puede usar para detectar material pirateado al instante. Si lo dudan, pregúntenle al colega Alonso Rabí, pugnaz editor de El Dominical quien, en reciente caso nunca reportado, recibió de manos de uno de los más vitoreados cronistas de esta villa, un textículo especial sobre Sofía Loren.

Al encontrar Rabí, en aquella crónica, una expresión desconocida, puso en práctica sus dotes de verificador de datos y tipeó la rara palabreja en el buscador. El primer resultado que halló lo dejó de una pieza: allí estaba -no sólo la palabra- sino todito el texto que acababa de leer pero firmado, por supuesto, por su real autora, una reportera de Página 12 de Buenos Aires, muy conocida por su deliciosa propensión a utilizar palabras que no existen.

Al cierre de esta edición, otro viejo escritor del tipo 'yo-también-chupo-con-Alfredo' me cuenta que se ha encontrado hace no mucho con él y que lo ha visto devastado: completamente ido, maltrajeado, olvidadizo, aturdido, irascible, caótico, desorientado. Me dice también que Bryce "no sabe quién puede haber mandado esos artículos porque él no fue, que él no recuerda haber leído nunca La Vanguardia y que todo esto es una conspiración malévola de Morote y sus secuaces".

Al escucharlo decir esto, me pareció estar oyendo las conmovedoras incoherencias con que mi padre de 77 años suele excusarse cada vez que vuelve a esconder el dinero que cobra de su pensión para luego olvidarse por completo dónde lo metió y maldecir con ajos y cebollas a la empleada que -él cree- le roba su plata con la secreta finalidad de matarlo de hambre y adueñarse de una herencia imaginaria. Todos esos síntomas me resultan harto familiares desde que, hace casi 14 años, aprendí a convivir con el absurdo infinito que suele acompañar a la vejez.

Y pese a que médico no soy y aunque sé que éste ha de ser el máximo de todos los tabúes, no puedo sino compartir con ustedes un temor: si el viejo Bryce, aquel genio tan unánimemente querido que, no obstante, escribe para que lo quieran aún más, bordea ya los 70 abriles y tiene varios millones de neuronas menos como amargo saldo de una vida exagerada, tal vez haya llegado la hora de aplicar el doloroso test. Oh, tremebundos árbitros de la decencia, ah, patricios de la corrección y la moral, ¿se han puesto a pensar en la trágica posibilidad de que, todos sin excepción, estemos confundiendo amnesia con sinvergüencería, demencia con irresponsabilidad y falta de escrúpulos con Alzheimer? Si no lo han pensado, piénsenlo. Piénsenlo mientras les dure, mientras buenamente puedan. Piensen primero, linchen después.

domingo, junio 03, 2007

REPÚBLICA AMPAY

Nunca lo dije porque éramos archienemigos, y quizás volvamos a serlo apenas nos pongan en el mismo horario. Nunca lo dije pero, aunque me muera de la pica o me arrepienta mañana, lo digo ahora: Magaly Medina ha producido una auténtica revolución cultural en este país. A la franca. No estoy siendo irónico. El espacio privilegiado de nuestra cultura moderna es la televisión. Y es claro que la ha cambiado para siempre, transformando, al mismo tiempo, la política, las maneras de hacer periodismo, el lenguaje y hasta la vida cotidiana de los peruanos. Alguien ya lo dijo antes. Lo repito: el Perú todo se ha magalizado. Y eso no es malo ni bueno. Simplemente, es.

República Ampay


De cada diez personas que me pasan la voz en el semáforo, en la cola del cine o en el supermercado, por lo menos siete lo hacen para lanzarme, al vuelo, alguna de las siguientes frases ingeniosas: a) "¡Te busca Magaly!", b) "¡Guarda con el ampay!", o c) "¡Ahí viene la 'Urraca'!" Las tres restantes -es fácil de adivinar- me desean todas las suertes, aseguran ser mi fans o me gritan chimbombo, palabra ésta que detesto con todito el corazón. Tal, el lacerante drama que me toca vivir. Pero es nuestro querido Perú y hay que comprenderlo. El glamoroso asunto de la fama nacional -por si alguien lo ignoraba- se reduce a eso y, de acuerdo a cómo te la tomes, tu existencia oscilará entre el perenne delirio de persecución y la sonrisita más indulgente y resignada. No me quejo, sin embargo. Solito me lo busqué. Pero luego de haber recordado, en el destierro gringo, la mortal insipidez del anonimato absoluto, la verdad es que, mal que bien, me quedo con esto. Y últimamente lo sobrellevo mucho mejor. Me lo tomo con la jubilosa serenidad con la que, dicen, hay que comportarse ante la inminencia de una violación: o sea, relájate y grítalo, campeón. Constituye tamaña jodienda ser el malo conocido, créanme. Pero ser un N.N. ha de ser peor.

Así lo han entendido, me parece, la mayoría de los distinguidos personajes que hoy se abren paso a codazo limpio hasta lograr, por fin, una portada. Está clarísimo que "ser o no ser" ya no es la cuestión. "Aparecer o no aparecer", he ahí la huevadita. No se requiere ningún mérito para ser famoso. No se requiere haber hecho nada, en realidad. El único requisito es tener cara. Si no me creen, pregúntenle a López, el celebérrimo perro bull terrier que nunca salvó a ninguna niña de morir ni devoró vivo a ningún ratero, pero se convirtió en estrella sin qué ni por qué, solamente porque era mascota de Raúl Romero. Si López puede, todos podemos. ¿Cuántos artistas y políticos López tendremos, no? Es que aquí hacerse "popular" es demasiado huevo. Basta con que alguna hetaira salga y diga que te sacó de piticlín. Basta con que aparezca tu nombre escrito en un posavasos o en la agenda de un gran estafador. Ser famoso -o tristemente célebre- es superhuevo, pero -ojo- lo que es más huevo todavía es ser desconocido. Algo debe estar cambiando cuando es menester que todos los candidatos presidenciales con chance de ganar marchen derechitos y de uno en uno al set de Magaly TV mientras mi pata Chichi conferencia con Yuru y mi querida Rosa María Palacios nos sumerge en las aleccionadoras complejidades filosóficas que atesora la ejemplar trayectoria vital de Tula Rodríguez, mejor conocida como 'La Peludita'.

Para ser famoso en el Perú hay que haberse chifado al paso a una vedette o a un presidente. No sé qué cosa será peor. Haydeé Aranda ostenta el récord de los récords: demostrando que, a pesar de su anorexia galopante, es propietaria de un señor estómago. No se cansa de ufanarse de que cueros tales como Toledo y Kenyi pasaron felices y contentos por allí. Tampoco duda en echar al tarambana de No sé cuantitos Reggiardo quien, de tan admirable modo, nace a la luz pública y -aleluya- existe, pues resulta que era un congresista y nadie se había enterado. Capísima, Haydeé. Su rellenita hermana de leche, Lady Bardales, denunciada ex primera tombita de la nación, no quiso quedarse atrás y -cual si tener al cholo sagrado en tu haber fuera un certificado de buen gusto- protagonizó, esta semana, su auspicioso debut en el fashion world modelando exclusivísimos negligeés del afamado Ciro Taype que, más que el nombre de un diseñador, parece el del amiguito trinchudo de 'Paco Yunque'. Francamente, Lady Bi, what were you thinking? Súbete a tu moto y, por favor, no te me vuelvas a caer. Revisitar aquí cualquier índole de Pinchi Pinchis sería ya cansón y ocioso. Y nadie se atreva a importunar a mi pantera indomable Jackie Beltrán, que será todo lo que ustedes quieran, pero de que es una belleza, joder que es una belleza.

Para ser famoso en el Perú hay que haber ido a la cárcel o, en su defecto, haber mandado a algún cristiano preso. Hay que haber recibido plata de la mafia -cualquier mafia-, la de Vaticano, la de Cronwell, la del 'Doc' o la que sea. Da lo mismo ser 'Mujer Boa' que Beto Kouri. Wolfenson que Malú Costa. Arnie Hussid que Mantilla. Tarde o temprano, todos podrán firmar autógrafos y volver a estrenar otro diario chicha, otro ministerio, otra cebichería. Gracias a Dios, la vida siempre da una segunda oportunidad y todo, todo se olvida y, el día que me quieras, la rosa que engalana se vestirá de fiesta con su mejor color. Pero si sales a hacer una encuesta y preguntas quién es, por ejemplo, Jorge Eduardo Eielson, puedo garantizarte que nadie allá afuera lo sabrá. O acaso te respondan que fue el primer marido de la Huarcayo.

Para ser famoso en el Perú hay que saber sacar bien la vuelta. A tu mujer o a tus electores, a tu partido o a tu país. Lo mismo da. Ser un tránsfuga o un jugadorazo, al final, da igual. Cambiar de camiseta como de toalla higiénica. Sacar los pies del plato. Pasarse al bando de los que la llevan. Ser doble cara, doble agente. Traicionar y, lo que es aun más miserable: cobrar por traicionar. De esto pueden dar cátedra grandes luminarias como Olivera, ciertos travestis y una que otra porrista. Porque para ser famoso en el Perú hay que ser político o porrista. No sé qué cosa será peor. Tampoco sé en cuál de las dos te crece más el poto o en cuál se podrá chambear menos cobrando más. Cándidamente creí que el hecho de que eminencias tales como Tongo o Edwin Sierra no hubieran alcanzado escaño en el Congreso era síntoma de sabiduría popular. Y cuando ya me estaba convenciendo, tropecé con aquel mongolo tiradedo del Torres Caro que, en lo que a peliculina se refiere, nada tiene qué envidiarle a esa archiduquesa de la vulgaridad a la que, si no me equivoco, denominan Shirley Cherres. ¿Nadie te dijo que no te puedes llamar Chirley si te apellidas Sherres, corazón?

Señor de misericordia, ¿a quién le han empatado todos estos seres? ¿De qué ignoto planetoide son oriundos? ¿Por qué Torres Caro no se arma de valor y le pide a su mamá que deje de hacerle aquellos peinadetes tan cretinos? ¿Qué puede tener de pecaminoso que un congresista peruano se siente en las faldas de un soberbio garoto brasileiro si Gigi y Pía -esas visitadoras de establecimientos penitenciarios, esas impías- chapan con lenguado en la vía pública y normal? ¿Alguien encuentra alguna diferencia entre el lenguaje del enloquecido Abugattás y el del pobre diablo ese que sale por Canal 9 en las mañanas y cuyo nombre nadie se acuerda? ¿O entre el oscuro Benedicto Jiménez y la temible Marisela, la malvada hermana de Álex Otiniano? ¿Por qué está mal que Raúl Diez Canseco atrase al hijo con la hembrita jovenzuela si Lucía de la Cruz sigue saliendo con mocosos y nadie se atreve a pedirle que deje de cantar? ¿Qué están esperando para darle un talk show a Mauricio Mulder o a Elianne Karp?

¿Por qué está mal visto que el presidente tenga un hijo fuera del matrimonio si tantos futbolistas los tienen también y nadie deja de pedirles autógrafos? ¿Por qué está mal que Fujimori meta a sus hijos a la política si Susy Díaz y 'Chibolín' meten a los suyos al espectáculo? ¿No tiene acaso la deslumbrante Luciana León, hija de Rómulo, pleno derecho a ser -como es- la Florcita del hemiciclo? ¿Por qué es pecado que Keiko sea su Jossety? ¿Por qué Fiorella Rodríguez es más noticia por todo lo que adelgaza mientras Garrido Lecca no es más noticia por todo lo que engorda? ¿Por qué a él no le gritan aquello de: "El pueblo tiene hambre y Hernán está muy gordo"? Cual si fuese cosa de enigma o sortilegio, política y farándula se han fundido, pues, en una sola mazamorra incomputable: Farántica. Políndula. Pero, más que cualquier otra cosa imaginable, para ser famoso en el Perú se requiere bailotear. Bailotear muchísimo y en público. Si eres bataclana, postula al Congreso y ganarás, pero si eres político, ponte a menear el 'ravello' con urgencia. Zangolotea esos bofes de buenas a primeras y a propósito de nada. Esmérate y hazlo del modo más ridículo y grotesco. Ya tú sabes. Es nuestro querido Perú y hay que comprenderlo. Todo esto, decía, no es malo ni bueno. Simplemente, es.

ODIO A LOS PITUFOS

Nunca dejes que el odio anide en tu corazón. Mejor sácalo de allí y vuélcalo todo sobre papel periódico. Aquí te enseñamos cómo. Porque tú lo pediste. Por primera vez. El esperado ránking de odios del más odioso de nuestros columnistas. Porque odio quiere más que indiferencia. Porque el rencor hiere menos que el olvido.

Odio usar bividí. Odio la traición. Odio a la gente que va por la calle hablando por el hands-free porque parecen desquiciados que hablan solos y dan miedo. Odio los sacos de pana. Odio la prepotencia. Odio las sayonaras, los mocasines con pompón y los zapatos de charol. Odio a la gente que habla en el cine, a la gente que habla por celular a voz en cuello en los cafés y sobre todo a la gente que habla con la boca llena.

Odio los gemelos, los distintivos, los sujetacorbatas, y los pañuelos que hacen juego con la corbata. Odio la pompa absurda con que hablan los asesores de imagen, los alcaldes de provincia, los obispos y los jueces. Odio la crema chantilly, la sopa tibia y la patita con maní. Odio la amnesia. Odio la resaca pero más odio la famosa bajada que triplica mi ya caballuno apetito.

Odio los uniformes, las insignias, los galones, las medallas que se cuelgan al cuello los abogados y cualquier pedazo de trapo o lata que te dé derecho a parecer más respetable de lo que eres. Odio a los contadores y a los zancudos. Odio no tener 16 años de nuevo para sacarme el clavo de todo lo que me perdí por creerme el cuento del pecado. Odio el atroz crujir del teknopor y el chirrido escalofriante de la tiza.

Odio el olor a mondongo o coliflores que se sancochan. Odio los tumores gigantes, las niñas-sirena y los pútridos cadáveres de los noticieros matutinos. Odio los zoológicos. Odio las notarías, los hospitales del Estado, las fiscalías, los asilos, las comisarías. Odio los platos de plástico, el whisky y los palitos mondadientes. Odio los lentes de contacto de colores. Odio los lentes con espejo. Odio el perfume Brut. Odio los bloques financieros o deportivos. Odio a Barney. Odio mi uñero. Odio, sin excepción, a todos los tarados que, cuando consiguen decir algo divertido, se aplauden solitos mientras se ríen.

Odio las risas grabadas de los programas cómicos. Odio a las señoritas que no se afeitan el sobaco y a los caballeros que se lo afeitan. Odio a los políticos que bailan pésimo y en público. Odio a priori a cualquier mortal que tenga el pelo sin lavar. Odio los comerciales que exaltan la peruanidad con regios modelitos rubios y ojiverdes. Odio el look rasguña-las-piedras, aquel del chalequito, el bolso incaico y el polo jeteado. Odio el racismo legendario de las páginas de sociales y la indispensable estupidez con que se escriben.

Odio Mamacona sin saber siquiera qué diablos es. Odio a los sabios de O.N.G. Odio la puesta en escena de los matrimonios religiosos y toda la inútil super producción que las rodea: los partes, los recuerditos, las tortas que llevan un anillo oculto en la masa, los pajes, las damitas, los toldos, las sillas con faldita, el buffet, el bouquet y toda esa mierda. Odio muy especialmente las caritas de cojudas que ponen las novias en las ridículas fotos que se hacen tomar probablemente convencidas de que quedarán muy cuchis adornando la mesita de retratos de la sala. Odio mudarme. Odio pelarme. Odio afeitarme. Odio tener que lidiar siempre con los pelos de mi nariz, mis orejas y mi espalda. Odio a la gente-thermo que primero te calzonea impunemente para después zafar kool-aid, pegándola de virgen intocada.

Odio a los escritores que perseveran en la producción de libros pésimos, pero odio más a las editoriales que se los publican, y más todavía a los críticos huelepedos que les revientan cuetes a cambio de ser invitados a la feria de Guadalajara el próximo año. Odio a los mimados practicantes de mi universidad que aún no saben ni pararse frente a una cámara pero llegan con ínfulas de superstars y exigen salir de comisión en Taxi Real. Odio las consignas, los juramentos, las liturgias, las maquinitas y cualquier cosa que te obligue a repetir a coro fórmulas absurdas. Odio a las niñas maquilladas y a los niños con ternito. Odio que lean sobre mi hombro lo que estoy escribiendo.

Odio que me digan "no te preocupes" porque sé que lo que toca es entrar automáticamente en pánico. Odio el color marrón y el color melón al que también denominan color salmón. Odio que me digan: "estás igualito" porque es una mentira y ni siquiera de las piadosas. Odio a los mozos lentos y también a los pateros. Odio que me digan: "no te pierdas" porque ya yo sé que es el preludio del olvido. Odio a todos los maricones que esperan que estés media cuadra más allá para atreverse recién a gritarte maricón.

Odio el taladro demoníaco del dentista. Odio tener tanto miedo de probar ayahuasca. Odio mis fallas. Odio mis juicios. Odio mis deudas. Odio regresar al canal donde trabajé hace casi catorce años y comprobar que el muchacho que entonces cuidaba carros en la puerta continúa cuidando carros, tres gobiernos después.

Odio las conferencias de prensa. Odio ese ramillete de impresentables al que ha ido a parar mis pobres Marijuán y Borlini. Odio la clásica peruanada de tanto megalómano entusiasta que te convoca con carácter de urgencia a perder tu tiempo en hablar de proyectos fantásticos que siempre quedan en nada. Odio que todos los coleguitas del show biz me llamen ochenta veces al día para formularme siempre la misma única pregunta: ¿quién va a ser la modelo de tu programa? Odio la diaria serenata que me dan mis perras para que las saque a mear a un cuarto para las seis y el reggaetón de mi vecino a las ocho en punto. Odio a muerte a absolutamente todos los cabeceros, mecedores y floreros.

Odio las tunas universitarias. Odio los almuerzos de exalumnos. Odio las misas. Odio a las barras bravas que se masacran en nombre de algún color y de ningún sueño. Odio a los enamoraditos que necesitan vivir chupeteándose las 24 horas del día y en todo lugar. Odio la deprimente oferta de la cartelera limeña. Odio que se peguen los tallarines. Odio que se me queme el arroz.

Odio con toda el alma a Popy Olivera y a mi tío Salito y creo que si algún día los tuviera enfrente probablemente haría mi fulgurante debut en el glamoroso mundo del asesinato. Odio a cualquiera que se saque las tabas en público, que se suene los mocos y los lance por los aires con los dedos, que se saque el toffee de la oreja y después se mire el dedo o que expectore con gran escándalo para después dejar toda la avícola desparramada sobre el asfalto.

Odio que los taxistas me pregunten qué hay de cierto en eso de que Magaly se casa con su novio gringo o si ya está por nacer el nietecito de Gisela. Odio haber vivido tan poco tiempo en Nueva York. Odio haber perdido tanto tiempo en Miami. Odio haber perdido tanto tiempo en el rencor. Odio invertir en esta huevada mis sábados de verano cuando mejor haría en estar tirado panza arriba en una playa que quede lejísimos del sur. Odio tener que andar midiendo siempre mis palabras para que me duren los trabajos.

Odio cantar mal. Odio enamorarme menos. Odio no haber podido ser actor. Odio no saber tocar el violoncello. Odio haber dejado de jugar "Escrúpulos", de montar bicicleta, de dibujar, de ir al gimnasio y de bailar. Odio mi nariz Ortiz. Odio estar misio. Odio ser gordo. Odio haber vivido haciendo todas las dietas del mundo desde los 12 años por las puras. Odio las revistas de fitness porque me hacen sentir más feo que el hambre.

Odio tener tan poco pelo y tanto culo. Odio escribir artículos en noviembre para que me los paguen en febrero. Odio escribir libros para que los manden requisar al segundo mes. Odio escribir tarde, mal y nunca. Aunque, viéndolo bien, lo que más odio de todo es escribir bien porque veo que tampoco sirve para nada.

CLÁSICOS DE LA PROVINCIA 2

- ¿Hay algo peor que llenar un auditorio con dos mil quinientas personas en la Feria del Libro de Trujillo y que tu prestigiosa casa editora "se olvide", providencialmente, de enviar ni un solo ejemplar de tu obra?

- Sí. Llevar tú mismo tu cajón con 50 libros al hombro hasta allá para terminar vendiendo, con las justas, dos.

UNO

Gracias a un formidable golpe de suerte nos había tocado viajar juntos: a la misma hora y en la misma empresa en nuestra recién estrenada y envidiable calidad de autores invitados, así que, cuando vi a María Luisita aparecer en medio de la mancha de viajantes del terminal terrestre lista para embarcarse a Trujillo con su morey y su cajón de libros a cuestas, toda atlética y dichosa rumbo a la primera feria de nuestras vidas, experimenté una suerte de súbita iluminación, una epifanía: ser escritor en el Perú tendría siempre no sé qué aura de mística guerrera, no sé qué invisible y extraño glamour. Ser escritor era pajita, pese a todo.

- ¿Dónde se ha visto que una autora de tu talento tenga que transportar su obra a la espalda? - la amonesté, ligeramente escandalizado.

- Mira, huevón -me contestó- mi editorial es chica y ni siquiera tiene stand allá. Nadie se va a enterar de que mi libro existe si no lo llevo yo solita.

Como mi editorial sí que era grande y nada hacía sospechar la sorpresota que -para variar- me esperaba, el asunto me sonó admirable, casi heroico y se lo dije: mis respetos, chola, dicho lo cual la ayudé a cargar tamaño bulto, cuidando de no afectar demasiado nuestra definitiva imagen de jóvenes glorias de la literatura nacional. Dábamos un poquito de pena, la verdad, pero optamos nomás por cagarnos de risa de lo costeante de la situación y caminamos juntos hacia el mostrador para asegurarnos de que nos asignaran asientos contiguos, mas cuando la señorita encargada cotejó nuestros boletos con la información de su computadora, se nos acabó, allí sí, todita la gracia:
- Lo siento pero sus boletos no corresponden al mismo bus.
- No puede ser. Si es la misma hora, la misma línea.
- Pero los han puesto en dos servicios diferentes: la señorita viaja en vip y el señor en super vip.
La diferencia entre uno y otro son cuarenta luquitas que te dan derecho, en realidad, a treinta grados más de inclinación en el respaldar de tu asiento porque, por lo demás, el sánguche de jamonada polaca y queso fundido, la gaseosita y la película pirata que te pasan son los mismos. Pero dejémonos de engreimientos: si todo aquello era gratén tampoco había que quejarse tanto. ¿Dónde creíamos que estábamos? Era absolutamente lógico que los invitados de honor como Echenique viajaran en avión y que los otros, digamos, los del deshonor, chapáramos nomás nuestro rico interprovincial, pero que, también existiera odiosas jerarquías entre un bus-camión y otro que superaba, de lejos, los pronósticos más surrealistas. "Te apuesto que a Bayly no le pasan estas cosas" - rezongué, frotándome la nuca. María Luisa soltó la más faltosa de sus carcajadas. Ahora se entendía del todo por qué nuestro James había declinado tan cordialmente de participar. Los vuelos nacionales carecen de first class.

DOS

He de reconocer con hidalguía que los groupies del cuate Bellatín son bastante más churros que los míos en el supuesto negado de que yo cuente siquiera con alguno mínimamente presentable. Y el hecho, asaz arrobador, de que el chico Ezio Neyra fuera así de bonitico no me consoló gran cosa frente a la amarga constatación de que su foto apareciera del mismo tamaño que la mía -es decir:enana, a guisa de estampilla- en el vistoso catálogo de la Feria. ¿Había derecho? Ah, infortunio. Oh, desolación. Pero como de uno dependía querer ver el vaso medio vacío o medio lleno, pasé de página rápidamente para descubrir, no sin asombro, que anunciaban sin foto al laureado don Eduardo González Viaña. ¿Podría yo sobrevivir a semejante afrenta sin dedicar al llanto, por lo menos, una noche completa? O mejor aún: ¿podría Ampuero? ¿Existe algo peor para un escritor que no salir en la foto? Dios tenga misericordia. No se lo deseo a nadie, ni siquiera a mi peor enemigo que, como se sabe, nunca va a ser el mejor escritor. Pero no hay que serlo para ser programado en un mega evento literario. Sabido es que una buena manera de ser invitado sin tener -como Willy, por ejemplo- ningún libro reciente qué presentar es asegurándose de pertenecer al nunca bien celebrado team Los Orozco. Aquel del Yo-los-conozco-son-ocho-los-monos. ¿Remember? En ese caso siempre habrá pretexto para tenerte en el menú. Se puede, por ejemplo, armar una mesa redonda titulada "Los amigos de Alfredo" en la que, contando sabrosas anécdotas suyas, podrás colgarte un ratito, haciéndote un poco el pelotas, de su fama. Pero yo me pregunto: ¿cuándo se mosquean del todo y organizan el coloquio "Los amigos de Iván"? Allí sí que les van a faltar sillas. Porque de que los tiene, joder que los tiene. Ahora que me lo pienso, caigo en la triste cuenta de que carezco de los amigos adecuados en el medio. Eso significa que, como escritor, no voy a llegar nunca a ninguna parte. ¡Auxilio! ¡Quiero ser amigo de Gustavo, de Alonso, de Santiago! ¡Necesito ser amigo de Iván Thays! Porque, por si no se han dado cuenta: Thays rima con Bryce. So now think twice.

TRES

Tras haberle rogado en balde a los muchachones del Fondo de Cultura Económica para que nos hicieran el favor de exhibir el precioso libro de mi amiga, andaba yo compadeciendo la suerte del maestro Luis Enrique Tord. A causa de alguna desinteligencia, sus libros no habían llegado a tiempo y él había tenido que presentar su flamante Fuego Secreto con el único, solitario ejemplar que llevaba en la maleta. En ejercicio de tales piedades andaba cuando se me ocurrió constituirme en el stand de mi muy respetada editorial para ver si mi humilde producto -Grandes Sobras- había sido correctamente acomodado en la ubicación preferencial que todos los autores esperamos siempre para nuestras obritas, tan sufriditas. Ni bien llegué, todo entusiasta, recorrí despaciosamente los blancos anaqueles con la mirada: todo lo que vi fueron libros de recetas de cocina, más libros de recetas de cocina y todavía más libros de recetas de cocina, (todos escritos, como es obvio, por adivinen quién). Disimulando que acababa de entrar en perinola y haciendo gala de una candidez más bien impostada, le pregunté a los vendedores -como si lo ignorara- qué creían ellos que podía estar aconteciendo. Me respondieron que mi libro, sencillamente, no figuraba entre los títulos que se les había ordenado llevar. Siendo que faltaba solo un día para mi presentación interpreté entonces, frente a los pundonorosos organizadores, una sencilla pero significativa pataleta. Les dije que si el libro que presuntamente iba a presentar no existía en la ciudad, era mejor que me ahorrara el roche y me quedara en Huanchaco nomás, rumiando cachangas hasta el empachamiento. En cuestión de minutos, eficacísimos, los anfitriones movieron cielo y tierra y lograron la difícil luz verde de la casa matriz. Mis libros estarían allí a primera hora -me prometieron- y efectivamente, ni bien despuntó el alba, allí estuvieron. Cinco ejemplares en total. Tal es la cifra: cinco libritos contra dos mil quinientos que, según versión de Natalie Hooker del comité organizador, es la capacidad máxima de asistentes del abarrotado auditorio en que me tocó hablar, la noche del lunes -siempre omitiendo al gran ausente- para luego, durante horas y horas, autografiar condoritos, buenhogares, fascículos de esoterismo, boletos de micro, antebrazos, camisas, poemarios de Bécquer y García Lorca y hasta la Biblia del mormón. Firmé y firmé sobre todas las superficies imaginables excepto la de mi propio librito negro. Supongo que eso debe de convertirme en el escritor más aborrecido y boicoteado de esta Lima fariseo, pero eso no importa mucho cuando puedes ser el escritor más apapachado de Moche, Laredo, Limoncarro, Huaranchal y Alto Chicama. Así que, por si esa noche no me escucharon, se los repito: Gracias, Trujillo, te odio con ternura.

EL PORQUÉ DE LAS COSAS

En la isla de Vancouver -cuenta el escritor Eduardo Galeano-, los indios celebraban torneos para medir la grandeza de los príncipes. Los rivales competían destruyendo sus bienes. Arrojaban al fuego sus canoas, su aceite de pescado y sus huevos de salmón, y desde un alto promontorio echaban al mar sus mantas y sus vasijas. Vencía aquel que se despojaba de todo.

Lo único que me falta en esta vida es una licuadora. He comprado siete licuadoras en los últimos cuatro años. Pueden parecer demasiadas licuadoras para tan poco tiempo pero no. No son tantas si consideramos que en los últimos cuatro años me he mudado catorce veces de casa, seis veces de ciudad y tres veces de país. Vista así la cosa ya el número no suena tan alto, ¿se fijan? Tampoco es que me compute un lama tibetano pero puedo vivir perfectamente sin las cosas que otros parecen necesitar con desesperación. Puedo vivir, por ejemplo, sin auto, sin olla arrocera, sin plancha, sin tostadora, sin celular y, por inverosímil que parezca, también puedo vivir -más tiempo del que nadie se imagina- sin televisor. Lo que no puedo -y lo sé bien porque lo he intentado- es vivir una vida sin licuadora. La razón, increíblemente, no es el pisco sour que ahora nos hemos puesto de acuerdo en venerar, tampoco el milkshake: sucede nomás que dificulto vivir sin limonada de limón licuado entero, ni sin albahaca para el tallarín verde, ni mucho menos sin culantro para el seco, ni siquiera sin ají molido. ¿Y por qué diablos he tenido que comprar tantas?, ¿se puede saber? Porque viajar llevando una licuadora en la maleta de mano me parece una indignidad. No es dable. Si el vista de aduana te revisa el equipaje y te la encuentra, vas a dar lugar a malos entendidos, a que te miren como el ama de casa ahorrativa que nunca has sido ni serás. Creo que, al igual que con los polacos furtivos, tampoco es bueno encamotarse ni un poquito con las licuadoras porque después, llegado el momento, no vas a poder llevártelas contigo y se las vas a tener que dejar, a guisa de austera herencia involuntaria, a algún amigo que quizás no la merece. Si alguien me preguntara entonces cuál es la velocidad promedio a la que viajo por la vida, tendría que responder que me muevo aproximadamente a 3.5 mudanzas (o a 1.5 ciudades), por año, o lo que es lo mismo: a dos mudanzas por licuadora de, por lo menos, cuatro velocidades: chop, mix, pureé, liquify.

Aprendí a no aferrarme ni siquiera a las computadoras en que escribo desde la tarde lluviosa en que, con la mejor intención del mundo, mi buen amigo Augusto Thorndike dejó olvidada la pantalla plana de mi vieja HP en un baño del aeropuerto de La Guardia por entrar al vuelo a echar una meada. Casi me pongo a llorar cuando me llamó de Lima, muerto de la pena, a contármelo. La suerte estaba echada. ¡Había perdido para siempre aquel monitor lleno de stickers que tanto valor sentimental tenía! ¡Mi monitor Huáscar! ¡Cuántas noches insomnes me había pasado sentado delante de él! ¡Cuántos relatos rechazados por los editores había escrito infructuosamente en aquella trajinada pantalla que ahora yacía abandonada en un urinario vil, cubierta de pichi y de ignominia! Qué importaba. Igualito nomás, llegada la hora de regresar, introduje con muda resignación el ahora mutilado CPU de mi pobre PC en una maleta negra y lóbrega como un ataúd. Embutidos a los lados, el teclado y el mouse (ambos inalámbricos) eran los últimos, dignos vestigios de un antiguo esplendor, Ahora, en cambio, mientras esto escribo, parecen abochornados de formar parte de esta computadora Frankestein, de este vulgar amasijo de partes propias y ajenas. Los pobres mouse y teclado inalámbricos no toleran la humillación de tener que chambear unidos a este aparatoso monitor antediluviano y seguramente bambarén, sin duda comprado a cincuenta cocos o menos en algún tugurio de la avenida Wilson. Pero lo cierto es que: pantalla plana, esférica o hexagonal, estos artículos siguen saliendo igualito nomás. Así que a las pelotas con el valor sentimental de las cosas materiales.

Una vez, relojeando por Circuit City, una de esas megatiendas de cachivaches electrónicos, llegué a pensar que había llegado el momento de tener un i-pod. Alucinen. Yo, un i-pod. Yo que carezco de la eficiencia tecnológica necesaria para que al aparato que está a la entrada del banco le salga un puto ticket con numerito. Yo todavía. «Si todos en el subway tienen siempre un i-pod puesto se supone que yo debería tener uno también», fue la impecable lógica del momento, de modo que agarré y, casi sin mirar cuánto costaba, me lo compré. Salí de la tienda verificando que no me embargaba ninguna emoción en particular. Lo saqué de la cajita y lo quedé mirando con la misma felicidad que te produciría ponerte a contemplar un tajador: era plano, rectangular y blanco. Tenía una pantallita como de calculadora, una redondela al medio y, claro, los audífonos blancos que religiosamente se enchufaba todo Nueva York. Me leí íntegro el manual de instrucciones y de lo poco que entendí pude colegir que para lograr que a aquella huevonada le saliera algún sonido había primero que 'subir' toda la música de tus discos a una computadora para luego "bajarla" al adminículo en cuestión, lo cual te obligaba, de paso, a saberte de memoria los nombres de todas las canciones y de todos los intérpretes para poder luego ubicarlas alfabéticamente en el infinito menú. Francamente. Me pareció muchísimo más esfuerzo del que estaba yo dispuesto a desplegar para algo tan pedestre como escuchar música. En mis tiempos, con machucar play te bastaba. Obvio que ni bien llegué a Lima le regalé el indescifrable juguete nuevo a mi pequeña ahijada que, pletórica de júbilo, me escribió un e-mail diciéndome que ya lo estaba usando para ver sus videos de High School Musical y que era, de lejos, el mejor regalo que le habían hecho en toda su vida. Difícil creer que se refería al rectángulo ese blanco con bolita al centro. Fue la última cosa completamente inútil que me compré en Estados Unidos.

La primera cosa útil que me compré al regresar aquí fue un hermoso futón o lo que es lo mismo: un sofá-cama, uno enorme, rojo y bien mullido. Y no porque estuviera planeando recibir a muchos huéspedes precisamente, sino porque como allá me tocó dormir en tantos y tantos de ellos, terminé acostumbrándome por completo y hasta comencé a extrañarlos, a preferirlos, de lejos, a los camastros convencionales. Ostentan la enorme ventaja de ahorrarte el fastidio de tener que tender tu cama todos los pinches días de tu vida: te levantas, los regresas a su posición inicial y ya está. Son una completa genialidad. Nada como las cosas que parecen una y en realidad son dos, las que se camuflan, las que se disfrazan, las que se transforman, sin ningún problema, en otra cosa. Un sofá-cama, por lo demás, es un magnífico recordatorio de tu transitoriedad, sirve para que no te olvides nunca que hoy estás acá y mañana quién sabe, que, en tu raudo vuelo, esta es una escala técnica nomás, que aquí todo es prestadito y solo por mientras, que en esta casa vas a ser bienvenido todas las veces que quieras, siempre y cuando no se te ocurra incurrir en la impertinencia de permanecer más tiempo del estrictamente indispensable.