UN ALFABETO DE CENIZAS
"El país necesita más talentos como tú para plagiarlos" -me calumnia, muerto de risa, mi excelentísimo causita don Oswaldo de Rivero, más conocido como Ovi (Wan Kenobi), respondiendo al e-mail en que le preguntaba qué se siente ser tan glotonamente canibalizado por una de nuestras máximas glorias literarias: Bryce Echenique, nada menos. "Muy bien, ahora trabajo como escribidor en Ginebra y hasta me plagio Le Monde Diplomatique"- me contesta, siempre sacando pica y yo procedo, naturalmente, a ponerme verde de la envidia: ¿qué cosa habré hecho mal? ¿Por qué hasta ahora nadie me plagia?
La razón se cae de la mata: Ovi de Rivero -que no necesita colgársele a nadie del fustán- es autor de El Mito del desarrollo, super best-seller hipertraducido en todas partes, lo cual delataría un severo control de calidad en quien lo eligió como punto.
Tampoco se puede andar plagiando a cualquier atorrante que ande suelto por ahí. El buen Kenobi debe estar analizando lo ocurrido y, loco como es, ha de tirarse panza arriba a juguetear contento con Penélope, la chihuahua cosmopolita que hoy lo acompaña -fidelísima- en su incansable peregrinar por las grandes capitales del mundo.
Que Bryce Echenique elija un texto de tu autoría y lo publique como suyo es el mejor accidente que le puede suceder a un escritor peruano. ¡Qué de brincos no daríamos!, ¡plágiame, Alfredo!, ¡A mí, a mí! ¿Y qué tal si Mister Xerox fuera yo en lugar de él? -me pregunto- ¿si me ampayaran chorifateándome el párrafo, la frase, el versace de otro?, ¿con qué porcentaje de las piedras que a él no se atreven a tirarle (porque es un grande), me enterrarían vivo entre aullidos y cánticos apaches?
Una digna integrante de nuestra farándula culturosa, llamándome alarmada ante el inminente escandalillo de café, me cuchicheó hace un par de días la siguiente memorable interrogante: ¿Puedes creer que hay gente que se alegra de lo que le ha pasado a Bryce?
La repregunta automática que brincó en mi mente al toque fue: ¿Lo que "le ha pasado"? Un momentito. Pero, ¿cómo?, ¿ahora resulta que él es la víctima?, ¿no será que lo que "le ha pasado" a los otros es él?, ¿no es acaso Bryce lo (mejor) que le ha pasado, por ejemplo, al artífice de Réquiem por el Perú, mi patria, Herbert Morote, a quien tú nunca has leído ni yo tampoco?
Y para qué seguir mencionando los títulos de los (por lo menos) seis textos calcados a ignotos columnistas extranjeros, tijereteados con pana de las páginas de La Vanguardia, El Periódico de Extremadura y Galipress: los españoles Nacho Parra, Carlos Sentís, Eulalia Solé y José María Pérez Álvarez o el gringo ex directivo de la CIA, Graham E. Fuller que, pobrecito, no tiene cómo saber quién diablos es Julius, ni Cintita, ni Susan, linda ni Martín Romaña ni mucho menos Inesita, luz de donde el sol la toma.
¿No luce acaso nuestro segundo mayor novelista vivo, a todas luces, como el autor -valga la redundancia- de un delito? ¿Y si es así, tiene derecho tanto soldado desconocido a lanzarle instalazas desde sus sentenciosos blogs, que -las más de las veces- no son otra cosa que un premio consuelo para columnistas sin columna?
Apropiarte del trabajo ajeno no es algo que pueda "pasarte" casualmente -no jodamos-, plagiar no equivale a tirarse el pedito furtivo que -desobedeciendo tu voluntad- se te escapó frente a todos y se esparció por el aire como un mal presentimiento.
Nadie plagia por casualidad. Ya una vez, hace unos meses y con ocasión de un caso muy distinto, escribí aquí -cándido de mí- que había que parar un toque la mano con el maleteo, que a los tipos geniales no se les encuentra así nomás y que al talento se le cuida, miserables. Flaco favor. Fui vapuleado bien feo por no pocos lectores, por mis siempre draconianos coleguitas y -mejor mátate- hasta por el propio escritor por quien trataba de sacar cara.
Difícilmente voy a olvidarme del muy cancelatorio "No me defiendas, compadre" de su carta. "Déjame decirte que una defensa tuya equivale, en Lima, a un ataque" fue lo que me escribió después de agradecerme el gesto con su seca cortesía.
Como quien dice: quise hacer una gracia y me salió una morisqueta. Pero como siempre en la vida va a existir gente -como yo- que es obcecada y no escarmienta, allá vamos de nuevo a perseverar en el error de meter la pérfida cuchara, aun a sabiendas de que El Entrañable ni me lo ha pedido, ni me lo va a agradecer porque la opción más probable -matemáticamente- es que se saltee esta página o este periódico entero, sin ir más lejos.
He constatado, sin asombro, que en ninguna de las muchas notas que, esta semana, denunciaron el infame calco (o intentaron, sin fortuna, barajarlo) se ha consignado el nombre de los periodistas que las escribieron. ¿Por qué no firman sus goles, ah? ¿A qué le temen tanto? Al destierro literario, por supuesto, a la expulsión del reino.
Entre los cuatro curruñaus de la Lima cultita, San Alfredo viene a ser una especie de patrono sapientísimo e intocable, muy por encima del bien y del mal, nos guste o no, I'm sorry con excuse me. De modo que ¡ay de aquel que se atreva a invocar su nombre en vano! ¡Sus turiferarios se lo bajan de un solo lapo en la nuca! No son lamentaciones desde la mesa de saldos y mini yayas, para nada. Se han visto casos. Cito, como ejemplo, uno reciente: haber firmado una nota poco pródiga en las obligatorias zalamerías para con Bryce le costó al novelista Enrique Planas el ser desembarcado sin pena ninguna de una mesa redonda para la que había sido convocado en la Feria del Libro de Trujillo, sanción ésta que obedeció a un pedido expreso de il divo que -según cuentan- se puso en plan de: O él o yo. Todas estas veleidades y disfuerzos se le consienten siempre por la razón arriba mencionada: Bryce es Bryce.
"Es Alfredo Bryce Echenique quien debe asumir absoluta responsabilidad por las consecuencias de sus actos" -editorializó el viernes último, en un tono inusualmente tajante, El Comercio en un discretísimo recuadro (sin firma), confinado a la sección Cartas del Lector.
Hasta ahí, todo muy bien, pero, ojo al piojo, la responsabilidad es suya... y de los distraidillos editores, pues, ¿no?, sobre todo del editor de opinión al que le pasaron por la huacha no uno, sino: ¡seis artículos bamba! ¿Y si ninguno de los legítimos autores protestaba? Hubiera seguido publicando otros seis más y él, ni enterado.
En el caso de que tengan interés, el Google no solamente sirve para piratear, también se puede usar para detectar material pirateado al instante. Si lo dudan, pregúntenle al colega Alonso Rabí, pugnaz editor de El Dominical quien, en reciente caso nunca reportado, recibió de manos de uno de los más vitoreados cronistas de esta villa, un textículo especial sobre Sofía Loren.
Al encontrar Rabí, en aquella crónica, una expresión desconocida, puso en práctica sus dotes de verificador de datos y tipeó la rara palabreja en el buscador. El primer resultado que halló lo dejó de una pieza: allí estaba -no sólo la palabra- sino todito el texto que acababa de leer pero firmado, por supuesto, por su real autora, una reportera de Página 12 de Buenos Aires, muy conocida por su deliciosa propensión a utilizar palabras que no existen.
Al cierre de esta edición, otro viejo escritor del tipo 'yo-también-chupo-con-Alfredo' me cuenta que se ha encontrado hace no mucho con él y que lo ha visto devastado: completamente ido, maltrajeado, olvidadizo, aturdido, irascible, caótico, desorientado. Me dice también que Bryce "no sabe quién puede haber mandado esos artículos porque él no fue, que él no recuerda haber leído nunca La Vanguardia y que todo esto es una conspiración malévola de Morote y sus secuaces".
Al escucharlo decir esto, me pareció estar oyendo las conmovedoras incoherencias con que mi padre de 77 años suele excusarse cada vez que vuelve a esconder el dinero que cobra de su pensión para luego olvidarse por completo dónde lo metió y maldecir con ajos y cebollas a la empleada que -él cree- le roba su plata con la secreta finalidad de matarlo de hambre y adueñarse de una herencia imaginaria. Todos esos síntomas me resultan harto familiares desde que, hace casi 14 años, aprendí a convivir con el absurdo infinito que suele acompañar a la vejez.
Y pese a que médico no soy y aunque sé que éste ha de ser el máximo de todos los tabúes, no puedo sino compartir con ustedes un temor: si el viejo Bryce, aquel genio tan unánimemente querido que, no obstante, escribe para que lo quieran aún más, bordea ya los 70 abriles y tiene varios millones de neuronas menos como amargo saldo de una vida exagerada, tal vez haya llegado la hora de aplicar el doloroso test. Oh, tremebundos árbitros de la decencia, ah, patricios de la corrección y la moral, ¿se han puesto a pensar en la trágica posibilidad de que, todos sin excepción, estemos confundiendo amnesia con sinvergüencería, demencia con irresponsabilidad y falta de escrúpulos con Alzheimer? Si no lo han pensado, piénsenlo. Piénsenlo mientras les dure, mientras buenamente puedan. Piensen primero, linchen después.
1 Comments:
Precisamente por no pensar es que suceden cosas como estas... las de Bryce. "La gente" prefiere cosas como las de Baily, donde no hacen la fatiga de pensar; para despues sentirse bien y decirse asimismos que son cultos porque han leido un libro. Si fueramos un pueblo que piensa, nuestra situacion -economico social en general- seria muy diversa.
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