LEER O MORIR
Mientras muchos maestros peruanos se resisten, con uñas y dientes, a que certifiquemos la inmensidad de su ignorancia, las nuevas generaciones tienden a ver los libros como objetos extraños, aburridos y anacrónicos cuando no completamente inservibles.
Pero la gente que no lee no tiene idea de lo que se está perdiendo y no es menester ser profesor para decírselo a tiempo. El título de esta nota es, en realidad, una consigna de urgencia para el 2007.
A leer, carajo. A bombardear de libros el país.¿Y todo eso te lo aprendes? - me pregunta, entre cachoso y asombrado, el reggaetonero taxista al verme subir a su caña a gas con un libro en la mano.
¿Y este?, ¿qué tiene? -se preguntará. Por supuesto está convencido de que los libros aburren porque se han inventado para obligarte a estudiar huevadas que no te van a servir nunca para nada. Debe pensar que soy una especie de chanconcete ridículo que se desvive repasando la tarea hasta cuando sale a comprar pan. No me lo aprendo, causa -le digo- porque este libro no lo estudio, solamente me lo leo.
Le suena a rocón, lógicamente y su clamorosa cara de exijo una explicación no hace sino empeorar todavía más: ¿Entonces?, ¿pa'qué chucha lees? Para hacer hora -le contesto-, es mi bacilón. Me queda mirando, ladea la cabeza como un basset hound, entrecierra los ojos como si intentara detectar la minúscula cámara escondida con la que debo estar queriéndole jugar una mala pasada tras la cual, sin duda, me burlaré a mis anchas en televisión.
¿Leer es.tu bacilón? 'Ta qué monse, oe. Y acto seguido, se recaga de la risa. Al llegar al semáforo, ya algo repuesto de su ruidosa hilaridad, me quita el libro de las manos y lo observa con la extrañeza más profunda, como si fuera un meteorito fosforescente recién caído del cielo.
Nota que tiene una pistola en la portada y esboza la leve sonrisa del que reconoce un rostro familiar.
Vuelve a reírse cuando cae en la cuenta -ah, manya- de que las tres balas que aparecen junto al arma son, en realidad, tres lápices labiales. ¿Y de qué trata? De una hembra sicaria y recontraavezada. ¿A la firme? A la firme, ¿te leo? Ya pe'.
«Como a Rosario le pegaron un tiro a quemarropa mientras le daban un beso, confundió el dolor del amor con el de la muerte. Pero salió de dudas cuando despegó los ojos y vio la pistola».
Cierro el libro de un solo golpe y el ferchito frena en one, se achora, se aferra frenético a su timón cambiado: ¡sigue leyendo, pe' tamare, sigue! ¿Y de ahí qué viene?, ¡habla pe'!, ¿qué más, qué más? Sigue leyendo tú -lo reto, dejándole al bajar mi pitita edición de Rosario Tijeras del colombiano Jorge Franco, no sin antes advertirle que si la busca en Polvos, también podrá encontrarla en película y hasta en canción, en el disco Mi sangre, de Juanes.
Eso sí -le advierto- te lo regalo con una condición: que cuando lo acabes se lo juegues a otro y ese a otro y así. Pueda que ese sea el único terrorismo que estamos necesitando. Me tinca que es lo que habría que hacer por calles y plazas: bombardear con libros este país, sin misericordia ni contemplación.
Propósito de año nuevo: que los que todavía podemos comprarlos, los regalemos religiosamente apenas terminemos de leerlos.
Una vez que los has leído ya los llevas puestos, no hay lógica ninguna en acumularlos por purita ostentación culturosa, arrumarlos al infinito no le sirve a nadie más que a las polillas. Habría que imitar lo que suele hacerse en los albergues mochileros: dejas un libro y te llevas otro. Como quien siembra minas antipersonales, hay que dejar los libros regados indiscriminadamente, por todas partes, dale: olvídate adrede un libro en el asiento del micro, deja otro sembrado en la mesa del café, en la banca del parque, en el mostrador de la bodega, en la cabina telefónica, en el murito del malecón y vamos a ver qué pasa. No son pocos los que andan diciendo que la Internet ha reemplazado a los libros. ¿Ah, sí? No me digan.
A ver métanse a una cabina y ensayen una estadística sencilla: cuenten cuántos causas están jugando a dispararle a algo, cuántos andan pegadazos en el chat, cuántos husmeando porno duro con la mano en el bolsillo y cuántos buscando a quién se levantan esta noche. ¿A la Internet a leer? Pichula Cuéllar. Volver los ojos a los libros es la voz.
Presentárselos a quienes les temen o no los tienen o no se han enterado de que existen es una completa obligación y la última esperanza que nos queda para intentar siquiera comenzar a revertir la tragedia incubada desde la noche de los tiempos por las infames hordas de maestruchos iletrados y pichiruchis como Caridad Montes, esa chihuahua ojona y desquiciada que tienen por cabecilla los adalides de la ignorancia del Sutep. Acabáramos.
¡El Sutep! Los mantecosos cónsules de la mediocridad suprema. ¡Hay que verlos levantar cretinamente el puño en los noticieros!, ¡resistiéndose a ser examinados igualito que el choro a la salida de la tienda!, ¡forcejeando desesperadamente para salvarse porque se saben perdidos y culpables! Ninguna coartada es suficiente para justificar el obsceno analfabetismo magisterial. Claro que la docencia es la más noble y sacrificada de las profesiones y por supuesto que ganan y han ganado siempre una porca miseria.
A mí nadie me tiene que venir a contar lo heroico que es ser profesor en el Perú; lo sé de sobra porque orgullosamente vengo de una familia de maestros.
Mi madre se pasó 35 años enseñando a leer y escribir, mañana y tarde, en una escuelita fiscal de Breña, donde -lo recuerdo como si fuera ayer- los niños se desplomaban, uno tras otro de sus carpetas, desmayados como pollos porque los mandaban a estudiar sin desayuno.
Seis de mis ocho tíos maternos también fueron maestros: Livia y Washington, mis adultos preferidos, pasaron íntegras sus vidas dictando clases en ruinosos, paupérrimos colegitos de Barrios Altos y Huancayo en los que, de chico, pude admirarlos dando cátedra de historia del Perú, literatura, educación por el arte o geografía y en las postrimerías de una hermosa vida consagrada a la niñez en la provincia de Aija, departamento de Áncash, mi abuelo Max Abdón Pajuelo -al que no conocí- fue merecidamente premiado con las palmas magisteriales.
Estoy convencido de que cualquiera de ellos se hubiera paseado con esa cacareada y seguramente papayita evaluación a la que tantísimo miedo le tienen ahora. Así en la casa como en las aulas he tenido siempre, lechero yo, la inmensa suerte de estar rodeado de profes de verdad, humanistas genuinos que se complacían en contagiarte su pasión por las letras, la música, la pintura, el cine, el teatro.
Maestros que podían sentarse a conversar de cualquier tema con cualquiera, porque siempre estaban conectados con lo que pasaba en el país y en el mundo.
Tipos de primera que siempre iban a todas partes con uno o más libros bajo el brazo. Lo poco o mucho que haya hecho o vaya a hacer en esta vida se lo debo a ellos, tanto como el país les debe a sus impresentables sutepistas el habernos legado generaciones íntegras de prósperos cobradores de combi, siempre colgados del estribo de la historia o progresistas ejércitos de guachimanes somnolientos vigilando -en doble turno y por quince luquitas al día- el futuro diferente del Perú.